Alguien dijo a la salida: “Es una película rara”, luego de ver esa buena cinta que es Amor sin escalas (2009), dirigida con inteligencia y sensibilidad por Jason Reitman (también coguionista).
No es exactamente un filme “raro”, aunque sí podemos definirlo como una rareza entre la cantidad de comedias baratas que nos llegan hoy a la pantalla; es que en Amor sin escalas hay una habilidosa suma entre el buen humor y el aquejamiento, entre el drama bien hilvanado y la humorada inquisitiva.
A lo anterior, agreguen un afinado instinto crítico sobre las fórmulas laborales en el capitalismo, donde –según el filme– la ausencia de solidaridad impera en las relaciones de producción y el despido laboral se da como canto de carraco en una charca: en cualquier momento y sin estima humana.
No en vano, tenemos la presencia del actor George Clooney, actor de lides conocidas en este tipo de cine cuestionante en lo político. George Clooney se ajusta a su personaje como el hilo al ojo de la aguja, entre su talento histriónico y su grata presencia de galán.
Clooney encarna a Ryan Bingham, tipo experto en reducciones empresariales (tanto de personal –despidos– como de dinero), quien se pasa en viajes constantes por esa misma razón.
Hay un momento en que él está por ganar diez millones de millas en vuelos frecuentes, justo después de haber conocido a la mujer de sus sueños, quien es otra viajera habitual. También le adjudican una acompañante, quien prefiere métodos aún más impersonales y groseros para despedir trabajadores de las empresas.
Aquí destacan por igual las actrices Vera Farmiga y Anna Kendrick, la primera como la amante de ocasión; la segunda como la mujer afanosa para despedir trabajadores. Es cuando la película asume su cuerpo dramático con entereza y exhibe su humor más incisivo.
Destaca –en este filme– el diseño de la planificación, fórmula exacta de un producto tan bueno como apetitoso. El planteamiento de las situaciones está en el justo compás del relato (cálculo de tiempos), con un punto de giro que –realmente– sacude a los espectadores tanto como al personaje principal.
Con precisión de relojero, ahí reside la fuerza de Amor sin escalas: en la estructura lógica de sus ideas y en lo específico de su tema (la argumentación no se anda por las ramas ni en vacíos conceptuales).
Aún más, si la miramos con cuidado, Amor sin escalas siempre busca acercarse a la esencia de sus personajes: estos no son monigotes, es un universo de seres humanos en medio de sus propias alegrías, contradicciones y penas.
La música contribuye con agilidad a la fusión de los distintos sentimientos en juego en este largometraje; la fotografía también tiene el ojo oportuno para acercarnos a los acontecimientos y para dar fuerza al movimiento de los personajes dentro del cuadro.
Es así como –de esta cinta– se puede decir lo que el poeta romántico Coleridge decía a propósito de Shakespeare: “Su humor tiende al desarrollo de lo trágico”; aquí no hay derroche de tecnología que manipule al espectador ni terceras dimensiones que lo distraigan del alma de la narración.
Podemos resumir con estas palabras: Amor sin escalas es película técnicamente pulcra, visualmente agradable, bien actuada, mejor narrada, de calidad atípica dentro del cine hollywoodense y con esa mirada personal del director que une todos esos factores.