Cuando Kenneth Hernández Brenes, de 8 años, abrió sus ojos el martes pasado, saltó instantáneamente de la cama. Su familia, que se encontraba vacacionando en Sardinal de Puntarenas, le había prometido llevarlo de paseo al zoológico África Mía, ubicado a pocos kilómetros de Liberia.
¿Cómo no iba a estar emocionado si nunca antes había visto de cerca los animales africanos que aparecen en programas de televisión de National Geographic o Discovery Channel? Y a él la fauna salvaje lo apasiona.
Al llegar al sitio, el pequeño –junto a sus padres y una comitiva de tíos, primos y abuelos–, abordó presuroso la buseta estilo safari para recorrer las 40 hectáreas de la finca que desde hace diez meses están abiertas a los costarricenses y extranjeros dispuestos a desembolsar $15 por adulto y $10 por niño (hasta la fecha, han ingresado ahí 12.000 personas, la mayoría ticos).
Aunque se desilusionó un poco porque las jirafas y los hipopótamos todavía no han llegado al parque (arribarán en las próximas semanas), gritó de alegría al divisar la primera cebra. Estaba comiendo de una bolsa con sal, minerales y miel que colgaba de un árbol, en medio de la sabana. Un poco más lejos, se hallaba el resto de la manada, descansando cerca de un lago artificial donde nadaba un grupo de patos.
A partir de ese momento, comenzó Kenneth a lanzar sus preguntas a Aníbal Morales Jiménez, un liberiano encargado de guiar el recorrido, de 90 minutos.
Gracias a las explicaciones de este joven de 20 años, el grupo supo que en la reserva hay 18 cebras (11 hembras y siete machos), cinco de las cuales nacieron en el sitio; la última, hace 48 días.
Los bebés galopan al lado de sus madres y las distinguen sin problema porque, según contó Aníbal, desde el momento en que nacen, se aprenden de memoria el orden y la forma de las rayas de sus progenitoras.
“Siempre nos preguntan si las cebras son animales blancos con rayas negras o negros con rayas blancas. Si tomamos en cuenta que el hocico es negro, podemos afirmar que en realidad son lo segundo”, comenta Aníbal dentro del vehículo-safari que, a su paso, levanta un enorme polvazal blanco y calizo.
Según sus palabras, las rayas no solo le sirven al animal para camuflarse. Cada una también le proporciona una temperatura diferente que le ayuda a adecuarse sin dificultad al caluroso clima guanacastesco.
En África, donde los leones, tigres o panteras las acechan continuamente, las cebras suelen vivir a lo sumo 12 años –a menudo, mucho menos– pero en un sitio como esta reserva, donde no existen – ni existirán– animales carnívoros debido a su alta peligrosidad, se les ofrece el alimento y reciben todos los cuidados necesarios, pueden superar los 25 años de vida. Eso sí, los responsables de África Mía tienen muy claro que, por nada del mundo, estas pueden mezclarse con caballos porque se sabe que estas dos especies de animales no pueden compartir el mismo terreno.
Con quienes sí parecen llevarse de maravilla es con los antílopes y los más de 80 venados cola blanca que también corren a sus anchas por toda la reserva. Esta se encuentra bordeada por una gran malla que los protege de los depredadores de la zona y de los cazadores.
“Un antílope se parece a un venado gigante”, exclama Kenneth, quien este año cursará el tercer grado en la escuela Pedro Murillo Pérez de Barva de Heredia. El pequeño tiene razón: a simple vista, las hembras son muy similares a los venados por su color café. Sin embargo, el macho destaca por su pelaje grisáceo y su cornamenta, que le sirve para disputar su liderazgo con los otros machos de la manada. El que pierde la batalla no tiene más remedio que alejarse y vivir en soledad.
“Cuando comenzamos a traer animales, hace tres años, solo teníamos cinco antílopes. Ya hay 18 porque son muy fértiles. Cada ocho meses, una hembra da a luz gemelos y, a los 15 días, ya está lista para quedar preñada otra vez”, afirma Aníbal, mientras sus viajeros le ponen atención sin pestañear.
Este muchacho, así como los otros cinco guías del parque, reciben capacitación permanente por parte de biólogos y veterinarios. “La idea es que sean jóvenes de la zona que quieran superarse. Nosotros les damos las facilidades para que se preparen y estudien idiomas. Por cada lengua que hablen, los premiamos con $100 más en el salario. El resto del personal –unos 40 empleados– también tienen muchas ventajas y yo los veo muy entusiasmados. El salario mínimo aquí es de $300 (cerca de ¢155.000)”, afirmó Mario Sotela Blen, el empresario costarricense que está detrás de este proyecto (ver nota adjunta).
¡Se pueden tocar! En medio del camino, cuyos parajes son regados artificialmente con las aguas del río El Salto, el carro se detiene para que los pasajeros tomen fotografías o admiren el paisaje desde unas sillas.
Luego se les permite caminar cerca de 200 metros hasta llegar a la zona del corral, donde, antes de ingresar, hay que pasar sobre una alfombra de esponja con jabón para destruir cualquier microorganismo que pueda afectar a los animales.
Adentro, los recibe el liberiano Manuel Vanegas Martínez, un hombre fornido que hace algún tiempo llegó en busca de trabajo y ahora se ha vuelto una pieza indispensable. Él es el encargado de alimentar a los animales de África Mía y, aunque todos son “salvajes” e indomables, ya lo conocen y se le acercan cada vez que lo ven con los recipientes de concentrado. En la comida les agrega vitaminas y desparasitantes con el fin de mantenerlos saludables.
En la zona de corral, los turistas se divierten dando de comer a algunas de las especies. Por ejemplo, allí está Linda, una venada cola blanca que se encuentra a punto de dar a luz y que persigue a los visitantes en busca de zanahorias. Lo hace con el cuidado de no atropellar a los cuatro coloridos y tímidos pavos reales que también buscan obtener algo de alimento.
“Mejor yo me como las zanahorias, porque ella ya está bien gordita”, dice María de los Ángeles García Brenes, tía abuela de Kenneth. Los demás le ríen la broma, al tiempo que hacen fila para obtener más verduras con qué alimentar a los avestruces que se hallan en uno de los encierros (algunas porciones de alimento están incluidas en la tarifa de entrada al zoológico). Allí, uno de ellos estira su cuello al máximo y comienza a hacer un sonido extraño, como si estuviera tocando saxofón. Según explicaron, ese ruido lo hace para llamar la atención de las hembras y demostrar quién es el que manda.
Casi todos los avestruces del parque (nueve, en total) están en libertad, pero cuatro de ellos sí permanecen enjaulados porque pueden ser bastante agresivos si se enojan. “Ellos no lastiman con el pico; el problema es que tienen en cada pata una uña muy grande, capaz de destrozar a un ser humano. Por eso, hay que andarles con mucho cuidado”, precisa el guía mientras señala un rótulo de prevención que cuelga de una malla.
Para no seguir alarmando a los turistas, el joven les trae dos enormes huevos de avestruz y les permite cargarlos. Cada uno pesa un poco más de un kilo y tiene una cáscara durísima que no se rompe fácilmente. Es más, según Aníbal, si alguien quisiera hacer un huevo duro de avestruz, tendría que utilizar una olla de presión para lograrlo.
“Un huevo de estos equivale a 18 huevos de gallina; lo bueno es que no tiene tanto colesterol. Aquí en el zoológico utilizan las cáscaras para hacer algunas artesanías y venderlas de souvenirs en la recepción”, comenta el muchacho.
En una esquina del corral, yacen dos saínos o chanchos de monte, cuyo pelaje es firme y espinoso. “Ahora la gente sí se les acerca y los trata de tocar, pero hace tres meses nadie se les arrimaba. Olían tan mal que se decidió operarlos para extraerles las glándulas que les provocan tan desagradable olor”, informó el guía.
Antes de salir del corral y abordar nuevamente la buseta, Aníbal pide a los turistas que se laven muy bien las manos. A bordo, continúa con sus explicaciones, pero la conversación la interrumpe un conjunto de loras que vuelan de un árbol a otro mostrando su verde plumaje. Todos las señalan y se admiran de la fauna autóctona de la región.
Antes de finalizar el tour, Aníbal invita a su grupo a subir las gradas de una muralla de 200 metros de largo y cinco de alto que está en la entrada del parque. Desde allí se divisa toda la sabana y muy pronto servirá para alimentar a las jirafas que podrían alcanzar una altura de 6 metros.
“Me gustaría vivir aquí”, dice Kenneth mientras le ayuda a su abuelo, Alfonso García Montero, de 88 años, a salir del vehículo. El señor también está complacido, pues aunque le hubiera encantado ver a los animales que faltan para completar el zoológico, las cebras lo dejaron fascinado.
Lo bueno es que los miembros de esta familia se describen como “unos grandes paseadores”. Así que no sería nada extraño que, dentro de poco, quizáen algún viaje a la playa, hagan escala aquí para repetir este safari por la pampa.