Asistimos a un extraño desplazamiento de funciones que, a fuerza de disimulo, hemos terminado por soslayar. El problema no es de poder, sino de compromiso y responsabilidad. Posiblemente Mario Sancho (que habló del “pasteleo político”), tal vez Yolanda Oreamuno (que criticó el “espíritu antiagresivo”), quizá Isaac Felipe Azofeifa (que con toda seriedad acometió contra la “bobina aquiescencia” o la “sicología de pulperos”), habrían concluido, con toda seguridad, que tal renuncia deriva del propio talante tico. Que nuestro mal enraizó ahí y se reprodujo a partir de ahí: de un ser costarricense que dejó de ser un “gran incógnito” desde que Luis Barahona (“enfeudamiento de la voluntad” y “fatalismo perezoso”) lo captó al vuelo. Por eso, vivir en Costa Rica es vivir a medias.
Porque a medias queda el compromiso, a medias, si no es que a un cuarto, la exigencia de responsabilidades políticas, legales y naturales, a medias el discurso, por lo general tan histriónico como falto de contenido. Y a medias en general el esfuerzo.
Las muestras que sirven de ejemplo están a la vista, tal los monumentos desmemoriados. Desde las carreteras que nunca se arreglan y si se arreglan es apenas a medias, a punta de bacheo y pintura invisible, hasta los puentes que faltan enteros o faltan a medias (con menos carriles que la carretera que comunican), sin descontar la reforma electoral siempre pospuesta, el rebalanceo fiscal tan inevitable como evitado, o la educación pública truncada y la seguridad social quebrada.
Aquí lo más grave no es lo que pasa, sino la impunidad con que pasa.
Cultura del trueque. Por eso vale la pena insistir en que aquí, en este pueblo con cara de país, el problema no es de poder, sino de compromiso y responsabilidad.
Cada quien cuida su nicho, o, dicho en buen criollo, sus frijoles. No decir, no hacer, ese es el mandato tico por excelencia. Nada que genere anticuerpos. Todo, siempre y cuando genere agradecimiento. Un puro “toma y daca”, al mejor estilo de las épocas del trueque. Nunca criticar, menos aún denunciar. Y si el evidenciamiento es público, el reproche es doble y no prescribe.
He aquí la cuestión, o cambiamos esa cultura del trueque, basada en la superficialidad y el cortoplacismo, o nos jodemos. Así de sencillo. ¿O acaso tiene alguna congruencia que el mismo que se queja por la corrupción rampante que quiebra el espinazo de la función “pública”, se ahorre la denuncia procedente contra las corruptelas que presencia? ¿No es tan corrupto el que se corrompe como el que lo corrompe, y, otro tanto, tal vez no igual, eso sí, el que los acompaña con su silencio, cuan testigo a la sombra?
En este país la ciudadanía debe perder ese miedo cerval a llamar las cosas por su nombre, a enunciar y denunciar sin disimulos ni dobleces, sin embadurnamientos semánticos ni poses semióticas. Pero mientras aquí todo se continúe moviendo por el cálculo personal, estamos jodidos. “Narcisismo idiota” llamaba a eso el mismo Isaac Felipe, haciendo notar que aquí, “nada más allá de mi casa, mi hacienda, mi familia”.
Por eso es que en este país hay instituciones en desuso que debemos rehabilitar, o sea, exigir. No es solo cuestión de preocuparse por lo que está pasando en la función pública, sino de ocuparse hasta obligar a las instancias de control a hacer su trabajo trascendiendo la mera apariencia. De tal manera que aquí, o la Contraloría empieza a poner los puntos sobre las íes y el dedo en el reglón, o los ciudadanos empezamos a reclamárselo directamente a su cabeza. Simplemente, no se vale que aquí nadie controle cuando se trata de pesos pesados, pero se abran órganos directores a cuanto burócrata inocuo pueda cuestionarse. Controles peseteros sobre los que bailan y escupen los elefantes.
¿Y la Procuraduría de la Ética? Bien gracias. Nada que admirarle hasta el momento.
Digámoslo de una vez, ya no puede ser que el ciudadano denunciante, aquel que valientemente se atreve a poner el pecho aún sin un interés particular, reciba por respuesta tácita un “no sea necio”, o expresamente un “faltan pruebas” o “se declara secreta la investigación, muchas gracias”.
Por el contrario, cuando un demócrata comprometido denuncia, lo menos que espera es que las instancias de control investiguen y que lo hagan pronto y profundamente. No que le devuelvan la pelota.
Por eso sorprende que todavía alguien se atreva a cuestionar que los ciudadanos, progresivamente, recurran a la prensa y no a las instancias oficiales de control que por refractarias terminan siendo desplazadas por otros fueros más atentos y valientes.
En fin, tanto la primera como la última línea de control, han de integrarla los ciudadanos, todos sobre suelo parejo. No unos recibiendo balazos y otros guindándose las medallas. La misión, no permitir, sea por prurito democrático, sea por sentido de supervivencia, que continúe este desplazamiento de funciones producto del cálculo y el disimulo.
Es eso, o seguir aceptando lo que ocurre desde antaño, cuando Mario Sancho denunciaba “una especie de tómbola o agencia de empleos y granjerías, que es a lo que se reduce nuestra política”.
Tal vez podemos empezar, como lo aconsejaba Luis Barahona, “raspando el falso barniz de una cultura mal asimilada”