Al despedir al amigo, el viejo Lord Andrew Lindsay regresa al tiempo de los héroes y rinde homenaje a las leyendas. Semidioses como Harold Abrahams o Eric Liddell, Aubrey Montague o acaso él mismo: jóvenes y pocos, pero con “esperanza en nuestros corazones y alas en nuestros pies”, recuerda ahora.
Pronunciadas en una iglesia en Londres, sus palabras resuenan en una playa escocesa en la que corren eternamente los miembros del equipo del Reino Unido, participante en las Olimpiadas de París, en 1924. La cámara lenta y los hipnóticos sintetizadores de la banda sonora de Vangelis sugieren una experiencia situada más allá del tiempo: Abrahams y Liddell han muerto, Montague y Lindsay han envejecido, pero, en aquella mañana, más de 50 años antes, fueron jóvenes y pocos, eternos y gloriosos, como los héroes y los dioses griegos, habitantes del monte Olimpo.
Un filme épico, como suelen ser los de tema deportivo, y solemne porque así lo exige el olimpismo, Chariots of Fire (Carruajes de fuego, 1981), de Hugh Hudson, contaba algo más que el paso de un puñado de atletas hacia la fama. Correr no significaba llegar primeros a la meta para los protagonistas, Abrahams y Liddell: para el primero era vencer los prejuicios que acompañaban su condición de judío; para el segundo, una prueba de su inmensa fe.
Como parte de la promoción de los Juegos Olímpicos que han comenzado, los organizadores han recuperado las imágenes y especialmente la música de esta cinta británica, la más célebre ficción fílmica sobre el olimpismo: película de deportes, con tantos pasajes para la meditación como para la adrenalina, e interesado como pocos por los debates del espíritu.
Ese filme completa una tríada de piezas notables creadas en torno a los Juegos Olímpicos, con los documentales Olympia (Olimpiada, 1938), de Leni Riefenstahl, y Tôkyô orimpikku (Olimpiadas de Tokio, 1965), de Kon Ichikawa. Ambas, como Carruajes de fuego , pretenden llegar al contenido a través de la forma: desde los cuerpos de los atletas, disciplinados y tensos, hasta el vigor del espíritu.
Testimonios olímpicos. La cámara avanza entre la bruma hasta llegar a unas ruinas: es el Partenón griego. Las esculturas comienza a moverse, la vida aparece entre los escombros: venidos de dos mil años antes, los atletas olímpicos, hombres y mujeres, corren, saltan, lanzan. Son la plenitud del cuerpo y del espíritu y están más allá del tiempo, como los corredores de Carruajes de fuego .
Desde Grecia, la cámara viaja con la antorcha olímpica hasta Berlín. Es 1936, y un pueblo que en menos de una década ha resurgido desde las cenizas –y que en menos de tres años intentará conquistar Europa– quiere mostrar al mundo “el triunfo de la voluntad”. Que la excelencia del cuerpo sea evidencia de la excelencia del espíritu; y, más que del espíritu humano, del alemán.
Olimpiada sentó las bases de los programas deportivos contemporáneos: presenta el ambiente de los juegos, la preparación de los atletas, la competencia y la premiación. Se divide en dos partes, que son consecuentes con el cosmopolitismo y la cultivada corporalidad inherentes al olimpismo: “Olimpiada 1: Fiesta de las naciones” y “Olimpiada 2: Fiesta de la belleza”. Sin embargo, es un cosmopolitismo al servicio del imperialismo alemán, y es una corporalidad muy específica: la germánica –o la que el régimen nacionalsocialista presentaba como tal–.
La directora de Olimpiada , la también actriz y bailarina Leni Riefenstahl (1902-2003), había realizado anteriormente una de las más acabadas piezas de propaganda de la historia del cine, para el régimen de Adolf Hitler: Triumph der Willens (El triunfo de la voluntad, 1935), sobre el Congreso del Partido Nacional Socialista en Nuremberg, en 1934.
Como El triunfo de la voluntad , Olimpiada es una película prodigiosa en lo plástico y lo técnico. A diferencia de El triunfo de la voluntad , explícita en cuanto a su condición de propaganda, el documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín era un excepcional ejercicio de retórica, un verdadero Caballo de Troya: por fuera, un recuento de los juegos y un homenaje al espíritu deportivo; por dentro, la afirmación de la superioridad aria.
A su vez, el documental de Kon Ichikawa (1915-2008) sobre los Juegos Olímpicos de 1964 no era una pieza de propaganda como la de Riefenstahl, pero también mostraba a un pueblo anfitrión, el japonés, que surgía después de una cruenta guerra. No por casualidad, la primera secuencia es la de la demolición de un edificio, en cuyo lugar se construirá el estadio olímpico.
Ichikawa fue un poderoso creador de imágenes en anteriores filmes, como el pacifista Biruma no tategoto (El arpa birmana, 1956) y el imaginativo encuentro con el teatro Yukinojô Henge (La venganza de un actor, 1964). En Olimpiada , Ichikawa prefirió mostrar a los aficionados que siguen a los deportistas, así como a los atletas pronto olvidados, esos que compiten sin subir al podio, distintos de los héroes de Olimpiada y Carruajes de fuego .
Sin embargo, como los filmes de Hudson y Riefenstahl, Olimpiadas de Tokio hace explotar los cuerpos y los objetos para expresar aquello que trasciende lo material: la alegría del triunfo y la tristeza de la derrota, la persistencia del corredor, el entusiasmo de los niños.
Tan coreográfica como Olimpiada y tan colorida como Carruajes de fuego , el filme de Ichikawa tiene mucho más humor (la secuencia de la competencia de marcha es antológica), y muestra con igual devoción a campeones como Joe Frazier y Abebe Bikila, como a los anónimos atletas de un país que consiguió su independencia apenas unos años antes, como Chad.
Desde adentro. Carruajes de fuego fue la sorprendente ganadora de los principales premios de la Academia estadounidense en 1982. En un sprint final tan emotivo como la historia de sus protagonistas, venció a las favoritas Reds (Rojos, 1981), de Warren Beatty; On Golden Pond (En el estanque dorado, 1981), de Mark Rydell, y Raiders of the Lost Ark (En busca del arca perdida, 1981), de Steven Spielberg.
Basada en hechos reales, la propuesta ideológica de Carruajes de fuego está resumida en las palabras de Liddell cuando cruza la meta y obtiene el oro en la carrera de 400 metros: “¿De dónde viene la fuerza para seguir corriendo? Desde adentro'”. Un “desde adentro” que él denomina Dios, pero que su compañero de equipo, Abrahams, denomina “fama”, esa que le permitirá reivindicar su condición de judío en una sociedad inglesa en la que persiste el antisemitismo.
Junto con un filme estrenado unos años antes, Rocky (1976), de John G. Avildsen –con una banda sonora de Bill Conti que también se convirtió en emblemática–, Carruajes de fuego inauguró una serie de motivos argumentales y narrativos que los buenos y los malos filmes sobre el mundo del deporte han convertido en clichés y repetido hasta la náusea. Sin embargo, hay que reconocer la sinceridad de su primicia.
Los protagonistas de Carruajes de fuego encuentran, en la pista de competición, una oportunidad para llegar más allá de sí y de sus cuerpos. No en vano, el título del filme proviene del himno Jerusalem , adaptación de un poema del místico William Blake, quien a su vez inspiró en el bíblico segundo libro de Reyes.
Asimismo, Carruajes de fuego convertía en un relato de ficción el material proveniente que los documentales de Riefenstahl y Ichikawa: la épica espiritualidad del filme alemán (al servicio de la ideología nacionalsocialista), y la recuperación del atleta olvidado de la película japonesa.
En los tres filmes, el deporte era un pretexto. El objetivo último era mostrar los límites del ser humano y cómo, de acuerdo con los filmes, estos podían ser superados.
El autor es profesor de apreciación de cine en la Universidad de Costa Rica.