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El enigmático fin de Évariste Galois

Genio matemático A los 200 años de su nacimiento, persisten las dudas sobre su muerte en un duelo

Estamos en París en la madrugada del 30 de mayo de 1832. Un muchacho –quien ya vislumbra cuál es su destino– trabaja febrilmente. Bajo la luz de un candil, escribe, tacha, enmienda. Entre esos papeles hay cartas y una memoria académica. Su mayor preocupación es que no se pierda lo que ha descubierto: “Confío en que algunos hombres encuentren provecho en organizar todo este embrollo”.

A la mañana siguiente, el joven yace desangrándose cerca de un lago, herido de un balazo en el vientre. El motivo: un duelo por amor. Horas después, rogará a su hermano: “¡No llores! Necesito todo mi coraje para morir con veinte años”.

Curiosamente, ese infausto episodio se relata en los textos de matemáticas porque –aunque el mundo tardará en conocerlo– el legado de ese chico será uno de los más admirables que, en el ámbito individual, se hayan hecho a las matemáticas. A su vez, la muerte de Évariste Galois es una de las más dolo-rosas de la ciencia.

No está claro qué escribió Galois esa noche y qué adjuntó a sus cartas. Once años después, tras desentrañar el contenido de aquel manuscrito, el matemático Joseph Liouville quedó estupefacto. Ante sus ojos se revelaba la sorprendente demostración de algo que los algebristas habían procurado durante siglos.

La herramienta utilizada por Évariste era tan novedosa –esta fue parte de su desgracia– que resultaba mucho más importante que el asunto que dejaba resuelto.

La “teoría de grupos” hoy tiene aplicaciones en casi todas las ramas de la ciencia, desde la física de partículas hasta la navegación satelital: todas deben algo a Galois.

Es solo despejar la X. Hacía tiempo que los matemáticos venían buscando fórmulas, como la conocida para la ecuación de segundo grado, que permitiesen resolver ecuaciones de grado superior.

Métodos para las ecuaciones del tercer y del cuarto grados se conocían desde el siglo XVI. En 1823, el noruego Niels Abel había demostrado “la imposibilidad” de resolver la ecuación de quinto grado. El mérito de Galois fue extender ese resultado a todas las demás.

Hijo de un alcalde de extracción republicana, Évariste Galois había nacido el 25 de octubre de 1811 cerca de París. Los primeros boletines del liceo Louis-le-Grand lo muestran como un chico introvertido, pero el ambiente de ebullición política de la época pronto lo sacará de ese estado.

En 1823, Francia ha vuelto a ser una monarquía (la novela Rojo y negro , de Stendhal, retrata ese trasfondo histórico). Durante un almuerzo, varios estudiantes se niegan a brindar por el rey Luis XVIII y son expulsados.

En el recién llegado Évariste, una irrefrenable rebeldía ante la injusticia irá creciendo a la par que su otra pasión: las matemáticas.

Desoyendo a su profesor, en 1828, Évariste se presenta anticipadamente al examen de la École Polytechnique y fracasa.

Al año siguiente, la prueba coincide con el suicidio de su padre –tras una confabulación del cura con los realistas del pueblo– y termina con Évariste Galois arrojándole un borrador por la cabeza a un profesor. Resignado estudiar luego en la École Normale, tampoco se modera allí y lo expulsan.

“Él continúa con el hábito del insulto”, dirá Sophie Germain, matemática que trataba de ayudarlo.

Galois comunica su descubrimiento a la Academia de Ciencias en tres oportunidades, pero las vacilaciones de Cauchy, la muerte de Fourier y las observaciones de Poisson (los matemáticos que debían evaluarlo) postergan su aceptación. Galois comienza a sospechar que el rechazo es consecuencia de sus opiniones políticas. En realidad, Poisson sugería organizar mejor los documentos; no había malicia en su actitud.

La Libertad guía al pueblo. En 1830, París es una hoguera. En un agasajo para celebrar la absolución de varios jóvenes acusados de conspiración, al que también asiste Alexandre Dumas, Galois brinda por Luis Felipe de Orléans, el nuevo monarca, blandiendo un puñal.

En el Día de la Bastilla de 1831, Évariste participa de una marcha vistiendo el uniforme de una disuelta milicia republicana. El castigo que le imponen serán ocho meses de prisión.

Sin embargo, una epidemia de cólera obliga a trasladar a varios presos a una casa de salud, la clínica Faultrier. Allí conoce a la mujer que será el motivo de su ilusión y su desdicha. A partir de entonces, la historia se vuelve confusa.

Esa chica tal vez le aclare que está comprometida, pero él insiste y termina ofendiéndola. Entre sus apuntes (llenos de monogramas formados por una E y una S enlazadas) dejó copias de dos cartas de ella, transcriptas en el intento de reconstruir las que rompió en un ataque de ira.

La primera carta comienza así: “Pongamos punto final a esto, por favor. No tengo ánimo para proseguir una correspondencia de esta clase, pero trataré de reunir el suficiente valor para conversar contigo, como lo hacía antes de que nada hubiera sucedido”, y firma: “Stéphanie D.”.

Conjeturas. Un amor no correspondido, la incomprensión de sus pares, su activismo político, e incluso la mala suerte, contribuyeron a convertir a Évariste Galois en una verdadera leyenda. Sus contemporáneos y sus primeros biógrafos daban por sentado que todo había sido una conspiración: aparece una mujer y, al primer roce, son sorprendidos por un novio celoso (una “invención barroca” según el físico Tony Rothman).

Dumas señalaba como oponente a Pescheux d’Herbinville, un tirador experto, cosa que explicaría la resignación de Galois (“Muero víctima de una infame coqueta”, escribió), pero que es contradictoria con la teoría de la conspiración ya que d’Herbinville era uno de los republicanos absueltos.

Aquí, la historia sufre un cambio insólito porque quien logró identificar a la mujer que –quizá inocentemente– desató la tragedia, fue el matemático uruguayo Carlos Alberto Infantozzi; él publicó sus conclusiones en Francia en 1968.

Examinando los manuscritos originales con una lupa, Infantozzi encontró el apellido que escondían los borrones de Galois.

La mujer, Stéphanie-Félicie Poterin du Motel, no era ni una prostituta ni un señuelo; vivía en el mismo edificio (había un vínculo entre su familia y el señor Faultrier, dueño de la clínica) y permaneció soltera hasta 1840; en este año se casó con un profesor.

Tal vez nunca se completen los detalles de la intriga. Un periódico de esa época señalaba a un oponente joven y republicano, pero, en el escenario de un duelo por amor, no se habría abandonado a Galois sin prestarle asistencia (¿rompió acaso Stéphanie su compromiso con el homicida por esa cobardía?).

En 1993, la historiadora Laura Toti Rigatelli sugería un rocambolesco suicidio. Un desencantado Galois se sacrifica por una causa: “Si tan sólo tuviera la certeza de que un cadáver alcanza para que el pueblo se rebele, ofrecería el mío”; pero esto es difícil de sostener.

Más allá de las conjeturas, nada opaca la genialidad de un adolescente a quien el destino alcanzó antes que el amor.

En un alegato contra las prácticas educativas de entonces, él mismo escribió: “¿Por qué los examinadores no plantean a los candidatos preguntas que no sean retorcidas? Parece que tuviesen miedo de que los interrogados los entiendan. ¿Cuál es el origen de este deplorable hábito de complicar las preguntas con dificultades artificiales?”. La frase resulta inquietante si se tiene en cuenta que quien así opinaba ya tenía resuelto el problema matemático más importante de su época.

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