La imponente figura apareció en la puerta de la panadería Los Ángeles, una de las más célebres en la ciudad de Cartago en las primeras décadas del siglo pasado.
Era un hombre alto y grueso, de mirada penetrante pero cálida. Entró preguntando por el dueño del local, Zacarías Mora Brenes, en aquel entonces un joven padre veinteañero, novato en las artes de la panadería.
“Llegó a invitarme a formar un conjunto para cantar ópera. Y le dije: “Mire, Melico, es muy difícil porque este negocio exige mi presencia y no me da oportunidad de dedicarme como yo quiero a la ópera”.
“En aquellos años, yo me levantaba tres días a la 1 de la mañana y cuatro días a las 4, para mantener el negocio. Yo necesitaba entregarme a los ensayos pero la panadería no me dejaba”.
“Melico me pidió que cantara Otelo –la famosa ópera en cuatro actos de Giusseppe Verdi, basada en una obra homónima del escritor inglés William Shakespeare–. Pero no fue fácil conseguir financiamiento para semejante obra”.
No hubo Otelo .
Lo que sí nació a partir de ese instante fue una gran amistad entre uno de los tenores más célebres del país, Manuel María Daniel Francisco de Paula Salazar Zúñiga –mejor conocido como Melico Salazar–, y el panadero Zacarías Mora Brenes, quien no tardó mucho tiempo en convertirse en uno de sus discípulos más fieles y disciplinados.
La panadería fue el escenario de una amistad que aún hoy, muerto el tenor, se conserva en fotos y recuerdos grabados en los periódicos de la época entre los albúmenes de don Zacarías.
Con apenas cinco años, el pequeño Zacarías apuraba sus deberes hogareños para correr a sentarse en las gradas de la residencia de Lila Córdoba, la única cartaginesa en toda la vieja metrópoli, dueña de un fonógrafo.
“Era una sensación maravillosa escuchar de las enormes campanas de aquel aparato las grandes obras de los clásicos”.
Beethoven, Mozart, Verdi… Él sucumbió al encanto de la música, primero, y, años más tarde, al hechizo de amor de su esposa, Herminia Córdoba, sobrina de doña Lila, quien también merodeaba la casa del fonógrafo.
Eran años en que los jóvenes gustaban de la buena música. En las gradas de la casa de doña Lila se formaba un nutrido grupo de pequeños pero exigentes oyentes. Zacarías, el primero.
No hubo Otelo . Pero el conjunto se formó y caminó por muchos pueblos de Cartago llevando su música, con la guía de Melico Salazar.
Para ello, Zacarías aprovechó los estudios que había tomado de adolescente, como las clases de solfeo con el cartaginés Amando Obando Jiménez, y de composición, con la niña Luisa.
También estudió canto con Melico, a quien definió como un maestro severo pero intachable.
En el grupo de discípulos estaban, entre otros, Alicia Castro, “una cantante formidable”, según describió Zacarías. También, Cristina Camaño y Gioconda Repetta. Se convirtieron, todos, en discípulos de Melico.
A finales de la década de 1930 y a principios de los 40, el teatro Apolo, ubicado 100 metros al sur del mercado cartaginés, los vio surgir de la mano del maestro.
El Apolo era el teatro de la época para los cartagos. Allí, se escucharon las mejores óperas y zarzuelas. Fue el otro escenario para que decenas de cartagineses oyeran a Zacarías, el “cuerda de tenor”, según el argot operístico.
“Cantábamos canciones selectas. En una ocasión, canté la Muerte de Otelo y Arrullo , de Mario Talavera, en medio de un teatro lleno, llenísimo.
“Tuve que repetir la Muerte de Otelo. El público me lo pidió. Mucha gente llegó aquella noche”. El lunes 7 de julio de 1941, nueve años antes de la muerte de Melico Salazar, Zacarías cantó por última vez en el Apolo en compañía de otros discípulos del maestro.
Fue una presentación de gala en honor de Melico, quien para entonces vivía una situación muy precaria. Los ¢0,75 que se cobraron esa noche por lunetas y palcos, y la peseta por galería, sirvieron para aliviar las penurias económicas del gran tenor.
La noticia de la muerte de Melico Salazar le llegó a don Zacarías casi dos semanas después del 6 de agosto de 1950, día en que el tenor falleció en medio de la pobreza. Junto con su esposa y sus siete hijos, don Zacarías estaba en su finca de La Virgen de Sarapiquí, en tiempos cuando el teléfono o la televisión eran lujos de muy pocos. Por eso, la noticia no le llegó a tiempo, aunque le dolió en el alma.
Hoy, 57 años después de aquel deceso, don Zacarías guarda los mejores recuerdos compartidos con su mentor en un sitio especial de su casa, en el centro de Alajuela, adonde se trasladó a vivir hace más de 60 años.
Por vueltas del destino, a los 85 años, Zacarías tuvo un reencuentro con el canto que lo hizo pisar el teatro que hoy lleva el nombre de su mentor.
Todo empezó con una prueba con el coro de la Sinfónica Nacional después de la cual fue admitido en su plantel de tenores.
El coro interpretó el Requiem de Brahms , y Zacarías fue con el grupo a presentar la obra en el Teatro Melico Salazar. También la llevó al Teatro Nacional y a varias iglesias en todo el país. Sin embargo, las dificultades para trasladarse a los ensayos y recitales hicieron que la experiencia durara solo un año.
Zacarías, centenario, lúcido y fuerte, como un roble, recuerda. Sentado en el sillón de su casa, en la ciudad de los mangos, dice no esperar nada más de la vida, solo disfrutar de los cinco hijos que le quedan vivos, sus 24 nietos, 34 bisnietos y, por supuesto, vivir “lo que Dios quiera” alimentado por los recuerdos de aquellas épocas.