Es el 12 de noviembre del año 2006. El calor mella el ánimo al subir la escalinata que lleva al pretérito prehispánico del pueblo yucateco.
Arriba, desde la boletería del mayor complejo de construcciones precolombinas del sudeste mexicano, se observa en una gran pantalla plana de alta resolución la propaganda con la que el gobierno de México impulsa la candidatura de este sitio como una de las “Siete Maravillas del mundo moderno”. Lo realmente interesante está varios metros más adelante.
Avanzar es participar del espectáculo de la moda turística en la pasarela que también conduce al pasado. Sombreros, sandalias, pantalones cortos y gafas de sol son juzgados por cientos de artesanos que claman ser los proveedores del mejor recuerdo al mejor precio. Su pregón es un murmullo en una lengua castellana curtida por un dialecto nativo, con miles de años de carga étnica.
Después de pasear la vista por máscaras, collares y estatuillas, esta selva de comerciantes informales se transforma en la que hoy es una de las siete visiones más atractivas para el ojo de la humanidad.
De repente, el barullo desaparece y decenas de cuestionamientos se tropiezan en la inmensa extensión del asombro, en donde lucen imponentes las creaciones del espíritu humano impulsado por la devoción a una Serpiente Emplumada, el dios Kukulcán.
La magnificencia de estas obras arquitectónicas y la armonía que las convierte en un envidiable conjunto urbano, acaparan las miradas de las gentes que, por unos segundos, o tal vez unas horas, se sienten inmersos en otra época, observados desde el cielo por los Itzáes, brujos del agua, y señores de esta ciudad.
La magia antecede el campo de juego de pelota más grande de la América maya, que induce a imaginar la multitud clamando por la gloria de los vencedores, y la cabeza de los vencidos.
El paso siguiente es la gran plaza de la cual brota en su centro El Castillo, o pirámide de Kukulcán. En sus cuatro caras, repartidos, hay 364 escalones, coronados por el 365 en la cima. Durante unos minutos me pregunto cuántos reyes y sacerdotes subieron y bajaron por estas escalinatas, tal como lo hace aún Kukulcán todos los años, durante el equinoccio de primavera.
Llegado el Templo de los Guerreros y el grupo de las mil columnas, fascinan las zonas de comercio y vivencia diaria de miles de mayas, mientras Chaac, dios de la lluvia, nos vigila desde todas partes y, con su nariz orientada al cielo, tienta agua para sus súbditos. Pero está seco todavía el Caracol, observatorio astronómico y punto de planificación para las siembras y cosechas mayas, sin obviar el conocimiento científico que derivó en poder y creación.
En el sector más anciano, templos de arte escultórico venerable y gran maestría geométrica se elevan cercanos unos de otros, tímidos ante la exuberancia de la vegetación circundante.
Pero esta condición se verá superada con el pasar del tiempo, cuando los mayas alcen sus construcciones al cielo para tratar de alcanzar a sus dioses.
Miles de años después, al final de la tarde del 12 de noviembre del 2006, nos persiguen los guardias de seguridad del parque. Tratan de lograr que los cientos de visitantes abandonen el viaje y escapen de los coloridos atuendos imaginarios, adornados con plumas y pedrería.
Ansioso por más gloria guerrera, tuve que volver un mes después. Ahora sí, el consumismo venció con el argumento de la bella artesanía. El Cenote Sagrado alcanzó mi cabeza aún asombrada por los detalles extra. Todos ahí vivían la misma historia una y otra vez.