Como presidenta, es una dama de primera; cálida, sensible, exquisita. Y como buena tica, apuntadísima a todo. Igual le entra al chifrijo, que a la langosta al curry; al vigorón de chinamo, que al faisán manchego. Del mismo modo, si hay que trasnochar entre boleros de Lucho Gatica, ahí estará hasta el amanecer guitarreando la “Enorme distancia”. (Sin alusiones políticas).
Eso sí, cuando se le sale el aborigen, se planta firme y enhiesta. Pero, aun así, es adorable. Se da a querer. Provoca incluso saludarla de apretón, sin sobrepasarse eso sí, pues su esposo es experto en seguridad. En síntesis, es la gobernante soñada pero para una Costa Rica con todos sus problemas resueltos. ¿La del año 3000?
Lamentablemente ella advino a la presidencia en otras circunstancias, es decir, como un avatar de la política y en un momento peliagudo para el país. Arribó a Zapote de la única forma en que podía hacerlo: a bordo del portaviones de los Arias y como el puente de plata entre uno y otro para mantenerles intactas sus euforias dinásticas, y aunque parece haberse distanciado de ellos y vuelto a acercarse a uno, de poco o nada le servirá si carece de músculo político propio, de liderazgo y de un encantador de serpientes al lado que le sosiegue al Santo Binomio.
Por eso, no más entrar ella al despacho presidencial, se debe haber sentido descorazonada e impotente ante la bienvenida que le aguardaba: unas arcas peladas y la imposibilidad de gritárselo al mundo para no indisponer a Nuestro Señor Dióscar, tanto así que cuando la prensa la interroga al respecto, la evade con una ajustada chicuelina. Pero aún faltaba más. Cuando se le vinieron encima el “chicharrón” salarial de los diputados, el affaire Crucitas y esa octava maravilla llamada Autopista a Caldera, a doña Laura ya no le quedó la menor duda de que los Arias, efectivamente, le habían dejado la mesa servida, pero de tamaño hueso con hormigas.
Soledad. Desde entonces se le ha sentido una extraña en su propio patio, atada de manos, sin mayor capacidad de maniobra y, peor aún, sitiada por la omnipresencia de aquellos y un Poder Legislativo poco amigable. Se la ve a ratos en medio de la soledad del poder, abandonada a su suerte y limitada al pichuleo presidencial porque la seguridad pública, su proyecto capital y caballo de batalla durante la campaña política, se le ha escurrido de las manos entre sofismas y retórica altisonante, deslices y renuncias, mientras el país sucumbe ante el crimen organizado y la delincuencia callejera.
De modo que su gobierno pareciera predestinado hasta ahora a transcurrir sin pena ni gloria, como el de don Abel, solo que sin los emblemáticos abrazos de este. Doña Laura es más “Brittish”. Aunque, al fin y al cabo, ambos son hijos de la especulación política y, la verdad, así no se forman los estadistas. Nos hubiera encantado una Laura que marcara positivamente la diferencia con decisiones concretas que desafíen el colapso del Estado, la acidia institucional, la endeblez de sus propias promesas, el tráfico de influencias y hasta a los inefables “ariastócratas” quienes, al parecer, se devolvieron los peluches hace unas semanas.
Por eso, desde donde se le mire, el techo de doña Laura como presidenta es muy bajo, demasiado bajo, y, salvo que nos sorprenda con una vuelta de tuerca en el manejo estratégico de la cosa pública, su mayor lauro se reducirá a ser recordada como una presidenta “buena gente”. De hecho, y contra todo lo que se pudiera pensar, lo ocurrido recientemente en el directorio de la Asamblea Legislativa pareciera la mejor “tabla de náufrago” para ella. Su gran oportunidad. ¿La aprovechará?