“Ya somos el olvido que seremos” es el devastador primer verso de un soneto atribuido, luego de mucha reticencia e innumerables pesquisas, a Jorge Luis Borges. De este soneto nace el título de la novela El olvido que seremos, del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (Seix Barral, 2006), que ya alcanza 30 ediciones. Cuando empezó a circular la novela, se desató una feroz polémica sobre la autoría del soneto, pues no aparecía en las Obras completas de Borges.
De carácter biográfico, la novela tiene dos móviles; uno, recrear la trágica historia de su padre Héctor Abad Gómez, acribillado por paramilitares en Medellín, así como los sucesos políticos en que estuvo involucrado. Cierto es que Héctor Abad Faciolince va al lugar del asesinato y encuentra en un bolsillo del saco de la víctima dos hojas de papel, escritas de su puño y letra: uno con una lista de personas amenazadas por el régimen y otra con un soneto cuyas primeras estrofas dicen: “Ya somos el olvido que seremos/ El polvo elemental que nos ignora/ y que fue el rojo Adán y que es ahora/ todos los hombres y los que seremos. /Ya somos en la tumba las dos fechas/del principio y el fin, la caja,/ la obscena corrupción y la mortaja,/ los ritos de la muerte y las endechas”. Al final del poema las iniciales JLB. Abad Faciolince transcribió el poema en la lápida de su padre.
El otro móvil es dejar constancia del inconmensurable amor del hijo hacia el padre: “Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. ('). Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor ('). Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo”.
La historia de este soneto, casi un “relato borgiano” no escrito por Borges, siguió este intrincado camino.
El autor, Héctor Abad Faciolince, en una entrevista subida al mundo cibernético en el 2011, cuenta cómo el participó activamente, desde sus inicios, en la polémica sobre la “autoría”. Narra que uno de los argumentos más fuertes en su contra vino del periodista y poeta colombiano, Harold Alvarado Tenorio, quien le afirmó que él era el autor del soneto y que lo había publicado en una revista colombiana en 1993. La respuesta de Abad Faciolince en la revista Semana fue más bien una pregunta: ¿cómo pudo haber sido escrito el poema en 1993, si aparece en 1987, año de la muerte de mi padre? Es decir: un soneto sobre la muerte, encontrado en el bolsillo de un muerto, firmado por Borges, pero escrito por otra persona en 1993, siete años después de muerto Borges (1986).
Por otra parte, Harold Alvarado Tenorio en un artículo titulado “La última vez que vi a Borges” ( Enforcarte.com N.° 18, subido a la red en el año 2002), narra que en 1983 andaba en Nueva York con Borges y una amiga, María Panero, a quien el poeta dictaba poemas en el bar en que estaban reunidos.
Alvarado Tenorio confiesa que pidió los papeles a María Panero y les sacó copias; eran cinco sonetos. Añade, y aquí sigue la maraña, que él recurrió a uno de los expertos borgeanos “más raros y desconocidos”, José Manuel Martell, erudito mallorquín, quien le dijo que “los poemas deben ser borradores mentales borgeanos de los años sesenta, que nunca quiso publicar, pero que usaba como anzuelo, cuando aparecía alguna chica que le interesaba”.
Sin embargo, más adelante Alvarado vuelve al ruedo, recapacita y acepta (¿excusa o no?) haber sufrido unos momentos psicológicos dolorosos que lo llevaron a sus equivocadas afirmaciones. Le dice a Abad Faciolince que el autor del soneto es Jaime Correas. Este, a un llamado de Abad Faciolince, afirma que no es él, pero que sí tiene las claves para encontrar al autor.
Otro momento “mágico” entre estos entrecruces de información es la visita de una dama de apellido Botero, a una librería de Abad Faciolince, la cual le muestra un viejo documento titulado “Inéditos de Borges”, encontrado en una versión de las Obras completas de Borges (pertenecientes a su marido) en el cual aparecía el soneto.
Otras opiniones: Javier de Navascués, de la Universidad de Navarra, dice: “Lo más curioso de todo el asunto relacionado con el presunto poema de Borges es que éste nunca lo incluyó en sus Obras completas. Más aún: en aquel entonces no se sabía que lo hubiera publicado nunca. ¿Cómo había llegado a un culto médico de Medellín, Colombia, desde la lejana Argentina? ¿No sería un apócrifo? Ya ha habido antecedentes como el desdichado ‘Instantes’ que se pasea con éxito inmerecido por internet”. Y, entra también en juego un colega de la misma Universidad, Andrés Eichmann, quien le hizo llegar a Navascués un libro reciente “que trata de descifrar los vericuetos por los que ese enigmático poema sobre la muerte terminó entre los últimos efectos personales de Héctor Abad Gómez”. El título de dicho libro es Los falsificadores de Borges, escrito por Jaime Correas (Alfaguara), quien –recordemos– había afirmado a Abad Faciolince que él no había escrito el soneto, pero que tenía las claves para encontrar la autoría. Según el mismo Correas, el poema “sigue un intrincado rastro de casualidades, falsificaciones, coincidencias, manipulaciones y anécdotas asombrosas hasta dar con el origen en una heroica revista de estudiantes universitarios publicada en Mendoza, Argentina, durante los años ochenta ('). Y, al final, queda la sensación de que la vida, laberíntica y misteriosa, ha imitado a la literatura de Borges”.
Entre estas pesquisas y su obsesión por encontrar la autoría, Abad Faciolince recurrió a especialistas de varias universidades del mundo, viajó a París, Argentina, Alemania, entre otros; buscó a un pintor que sería un testigo más; y hurgó insaciablemente hasta descubrir finalmente el enigma de la “verdadera autoría”, la cual publica (cuatro años después de la novela) en un libro titulado Traiciones de la memoria (2010), donde dice: “Una memoria solamente es confiable cuando es imperfecta, y una aproximación a la precaria verdad humana se construye solamente con la suma de los recuerdos imprecisos, unidos a la resta de los distintos olvidos”. El libro da la respuesta que me guardo de aclarar a los lectores.
¿Qué hay más allá de todo lo anterior? La magia y el poder de la literatura. La primera, porque la vida “imitó” una de las temáticas de Borges. La segunda, porque unas iniciales que firman un poema sobre la muerte, cuyo dos primeras estrofas son profundas y desoladoras, cercanas a temas de la ética del firmante y que justificaban asumir la autoría, son el detonante para que Abad Faciolince tomara al fin la decisión de escribir y recrear la historia de su padre y del régimen en que vivió.
Decisión importante fue optar por el recurso de la novela: la literatura como conjuro al olvido, y con ello alargar –si no eternizar– la memoria de su padre. Justo antes del cierre de la novela, dice el narrador: “Todos estamos condenados al polvo y al olvido ('). Sobrevivimos por unos frágiles años, todavía después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro del recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito”.
Carlos Fuentes en su último libro Personas (2012) dice: “No hay pasado vivo sin nueva creación. Y no hay creación sin un pasado que la informe y ocasione”. La literatura, como creación y dada su capacidad de guardar información, es un espacio para conjurar el callejón sin salida que es el olvido, permitiendo que no se olviden épocas, ni tampoco grandes hombres, héroes o antihéroes, con sus dolores, felicidades, triunfos y fracasos, tristezas, amores y desamores. Si el escritor intenta conjurar el olvido, como es el caso de Héctor Abad Faciolince, y así conservar la memoria, bienvenida sea la opción y la pasión por la escritura.