Apenas dio a luz, Arcadia Jaén fue separada de su bebé. A la joven madre la sacaron en ambulancia hacia el Sanatorio Durán, en Tierra Blanca de Cartago.
Su pequeña Marlen pasó nueve meses en la entonces Maternidad Carit y después fue enviada a El Preventorio Franklin Delano Roosevelt, en Dulce Nombre de Coronado, donde vivió los primeros diez años de su vida sin sentir un abrazo ni un beso de su mamá.
Cuando Marlen nació, la tuberculosis llevaba varios años convirtiendo en cenizas los pulmones de su mamá. Arcadia tenía otras dos hijas, Digna y Lidiette, con quienes vivía en San Blas de Liberia, en Guanacaste. Su finado esposo le contagió la bacteria.
La infección se desencadenaba fácilmente en aquellas épocas impulsada por la extrema pobreza, la desnutrición y la falta de tratamientos efectivos.
Hablamos de finales de los años 50, cuando ni siquiera se tenía un tratamiento; fueron años en que la tuberculosis era un estigma como la lepra.
Marlen Carrillo recuerda a Arcadia tras el vidrio de la zona de cuarentena, en El Preventorio. “Una mujer flaca y triste, se sentaba a llorar tras la ventana que nos separaba”, recuerda esta diseñadora gráfica, hoy de 55 años de edad.
Llamaban “la cuarentena” al espacio donde primero pasaban los niños antes de ingresar a los salones principales en El Preventorio. Ahí, médicos legendarios como Raúl Blanco Cervantes, los tenían bajo observación 40 días para cerciorarse de que no venían enfermos.
Marlen encontró en ese lugar a sus dos hermanas, que se encargaron de cuidarla hasta que Arcadia fue dada de alta, diez años después.
Leyenda coronadeña
Como muchos otros niños –¡hasta 400 llegaron a vivir en El Preventorio al mismo tiempo!–, estas tres hermanas fueron a dar allí porque sus propios familiares los abandonaron. Tal era el miedo que la tuberculosis generaba.
Los papás de todos ellos estaban en tratamiento en el Sanatorio Durán, en el llamado “Salón Azul” del Hospital San Juan de Dios, o en el “hospital antituberculoso” (hoy, Blanco Cervantes).
Pocos tuvieron la suerte de volver de entre los muertos, como Arcadia, quien diez años después de dar a luz a su última hija, fue dada de alta.
Flor Núñez perdió a su mamá, Adilia Mora, quien le encargó el cuido de sus cuatro hermanos cuando ella salió del rancho donde vivían, en Barbacoas de Puriscal en busca de tratamiento.
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Flor apenas tenía siete años la tarde en que llegó al inmenso edificio, en Coronado. Allí todo era grande, según recuerda: los salones, los lavanderos, el comedor, los jardines. “Fue en El Preventorio donde probé por primera vez la mantequilla”, comentó.
“Había dos pabellones para hombres y dos para mujeres. Yo salí a los 15 años de El Preventorio, cuando mi mamá murió. A su mamá nunca la pudo ver en todo ese tiempo. No tuvo la suerte de Marlen, Digna y Lidiette. Aunque fuera muy de vez en cuando, Arcadia y otros enfermos menos graves eran escoltados por la policía en un bus desde Tierra Blanca hasta Coronado, para pasar un domingo con sus hijos.
Maruja Miranda, por el contrario, llegó huérfana y nadie la iba a visitar. Solo un tío lejano tenía la compasión de irlos a ver muy de vez en cuando. Su mamá murió de tuberculosis en Palmira de Guanacaste y la misma suerte tuvieron varios tíos y vecinos. Fue su abuela Procopia Vargas quien la crió varios años hasta que murió y ahí empezó su ruta hasta El Preventorio.
Maruja fue quien tomó muchos de los retratos de este lugar. En 1948, le regalaron una camarita con la que capturó a los chiquillos de overol de mezclilla y camisa blanca. A ella se deben hoy las fotos que acompañan este artículo. Los retratos reflejan buenos recuerdos; los niños tenían comida, juguetes y una cama dónde dormir.
A pesar del pánico que generaba, la tuberculosis también desencadenó obras de misericordia que les hizo la infancia menos difícil a estos niños.
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Sanatorio Durán: el hospital de los tuberculosos a los pies del Irazú
El Sanatorio Durán sigue a los pies del volcán Irazú como recordatorio de las desgarradoras historias de sus antiguos inquilinos.
Bautizado con el nombre de su fundador, Carlos Durán Cartín, el Sanatorio abrió sus puertas en 1915 para atender a la numerosa y creciente población tuberculosa del país.
Clausuró sus puertas en 1973 para dar paso a una cárcel juvenil que poco después también cerraría tras sufrir un incendio.
La propiedad es inmensa y está mayoritariamente ubicada en Tierra Blanca de Cartago. Hoy, es administrada por Upanacional.
En aquellos años, los enfermos más graves de tuberculosis iban a dar hasta aquel lugar sembrado de potreros y con aires fríos y puros.
En San José, eran tratados en el legendario “Salón Azul” y el “Calneck”, del Hospital San Juan de Dios. Más tarde, los pacientes eran trasladados al “hospital antituberculoso”, que poco después se convirtió en el Hospital Nacional de Geriatría y Gerontología Raúl Blanco Cervantes.
“La magnitud del problema que el país confronta ante el dominio que la tuberculosis ha adquirido en todas nuestras clases sociales no es ya una incógnita para la salubridad nacional. Hoy sabemos que es uno de los mayores problemas sanitarios”, escribió el 23 de febrero de 1939 el doctor Blanco Cervantes, director del sanatorio y uno de los primeros médicos ticos en investigar este mal.
El Sanatorio se dividía en niveles, según la gravedad de los enfermos y, por supuesto, de acuerdo con su clase social.
Allí se practicaron tratamientos de punta en aquellos años. Fue en 1952 cuando se instauró la vacuna de BCG y este, dichosamente, fue el principio del fin para el legendario Sanatorio.