La política es gestión de vida, y en eso se opone a la guerra. Los estrategas militares, los dictadores y los cínicos, sin duda dirán que hacer la guerra es también hacer política, pero yo creo que es negarla. No solo las rutas de la paz, sino también las del desarrollo, las de la justicia, las de la libertad y las de la solidaridad, se trazan con el poder político. Por eso, y nada más, decidí regresar a la presidencia de la República.
Por eso, y nada más, porque ocupar cargos públicos, formar parte de la discusión política nacional, es beber diariamente de un vino que a veces es dulce y a veces amargo, que a veces embriaga y a veces envenena, que a veces sana y a veces lastima. Es el vino de la vida sin decantar, y sin duda ocasiona heridas por las que uno aprende a respirar. No es lo mismo ingresar a la política, que regresar a ella. Retornar a un oficio, cuyos giros y abismos han marcado senderos en nuestra memoria, es una decisión que hace vibrar las fibras más entrañables del espíritu. La primera vez que uno participa en política, se embarca en una aventura. La segunda, en una apuesta, en donde se juega la posibilidad de mejorar la obra construida en el pasado, pero también el riesgo de ser menos que su propio recuerdo.
Plan de paz. Durante mi primer gobierno, habíamos logrado la firma del Plan de Paz que acabó con décadas de guerra civil centroamericana y por el que tuve el honor de recibir, en el año 1987, el Premio Nobel de la Paz.
Las lágrimas de felicidad de las madres de la región, que ya no enterrarían a sus hijos por causa de un enfrentamiento absurdo, pusieron sobre nuestros hombros el peso de la gratitud, que compromete eternamente a quien lo recibe. Convencidos de que la paz no sería suficiente si no iba acompañada de un mayor desarrollo, iniciamos también un largo proceso de negociación de la deuda externa costarricense, por el que nuestro país logró el perdón de más de $1.000 millones, esenciales para invertirlos en el gasto social.
Estos logros, y muchos otros, hicieron de mi retorno a la política una apuesta particularmente alta. Pero regresé porque estaba convencido de que aún tenía luchas en el morral, que aún tenía palabras en la voz y aún tenía fuerzas en el corazón. Regresé porque creía que Costa Rica necesitaba liderazgo para caminar hacia el siglo XXI.
En mi segundo gobierno, luchamos por la inserción de Costa Rica en la economía mundial, logrando la aprobación de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana, que había generado una polarización considerable en el país. Junto con esto, pusimos fin a monopolios estatales anacrónicos, que ataban nuestra economía a un pasado que no habría de volver jamás. Establecimos relaciones diplomáticas con China y con varios países árabes moderados, difundimos la cultura a lo largo del territorio nacional y avanzamos notablemente en los índices de competitividad, tecnología, sostenibilidad ambiental y desarrollo humano.
Mentiría si afirmo que no he atravesado por momentos difíciles en los cuarenta años que he vivido de alguna forma vinculado con la política costarricense. Yo no creo que los pueblos merezcan presidentes inmutables e insensibles, que nunca hayan tenido que hacer de tripas corazón, en medio de un pasaje sinuoso de su vida. No hay valentía en la evasión, sino en la superación; no hay mérito en la suerte de no toparse con problemas, sino en la voluntad de buscarles solución. A lo largo de mi carrera política, le he pedido a Dios lo mismo que le pedía Rabindranath Tagore: “No me dejéis rezar por encontrar refugio frente a los peligros, sino para no sentir miedo cuando los enfrente. No me dejéis implorar por alivio para mi dolor, sino por el corazón para conquistarlo. No me dejéis buscar aliados en el campo de batalla de la vida, sino buscar mi propia fuerza. No me dejéis huir”.
Aun en los momentos más oscuros, confié siempre en que se movería de nuevo el péndulo de la política, y volvería la satisfacción de servir y de construir, el orgullo de proponer, de convencer y de crear.
Cuando el cielo empieza a clarear de nuevo, vuelven siempre las raíces fortalecidas del alma a traer la savia de las experiencias vividas. Y en esa savia viene el vino dulce que me ha enseñado que es cierto que lo que no te destruye, te f ortalece.
Con velas, timón y brújula forma parte de la colección del pensamiento latinoamericano del Centro Extremeño de Estudios y Cooperación con Iberoamérica. Es un libro que contiene una selección de ensayos, artículos y algunos de los discursos que pronuncié en el curso de mi segunda administración (2006-2010).
Creo que el lector encontrará en su lectura un poco de la historia reciente de Costa Rica y de América Latina. En lo personal, sé bien que este libro es una ventana al patio interior de mis sentimientos y que mi identidad, convertida en tinta, está plasmada en esos documentos.