Quien la conoció, como dice el verso de Nervo, nunca pudo olvidarla. A la poeta de gravedad insólita o a la profunda desgranadora de sombras y luces. A la dueña del idioma y señora del verbo. En el principio estaba allí: la Gran Rumbera de la Poesía Centroamericana . La eterna Cumbanchera del verso y la prosa. Carioca, así la llamaban algunos por el fuego de su cuerpo, bailando las danzas del trópico. Nuestra Señora de las Libélulas , comparada con una mariposa, siempre viva, libando de corola en corola la esencia de la poesía. La modelo de grandes pintores: desnuda, cubierta, semidormida, despierta. La mujer de las chinelas de oro , como alguna vez la llamó un joven poeta, por aquellos dedos maravillosos y esas uñas de sangre: inquietas, brillantes, vivas.
En la intimidad, explosiva. En público: desdeñosa. En soledad: profundamente irreconciliable con el mundo. Carnal y mística. Grande en sus odios y profundamente inmensa en sus amores, siempre desproporcionados. Como sus libros, como sus ensayos, como su vida misma: hecha ríos para perderse en la mar que es el vivir.
¡Qué decir de su voz! Pareciera que en ella gravitaban los pájaros, eso cuando estaba alegre. Cuando la tristeza la cercaba, se le oía grave, a lo contralto, meditando cada palabra, absorbiendo el aire para poder seguir hablando de sí misma. Pero siempre, y esto es lo curioso, saltaba su cuerpo, su vitalidad, tras la rumba o el mambo. Como una niña, como una hembra, como una mujer. En la plenitud de aquella agresividad que muchas veces le inflamaba los ojos.
Convergían en su cuerpo, como dos castigos, esa connotación musical de su anatomía y una gravedad, casi gregoriana, para expresar su lenguaje de tactos. Escindida en dos, físicamente, pasaba de la inmovilidad más pasmosa al movimiento más incómodo, como si en su sangre convivieran el tigre y la paloma. No era posible hacer de ella un ideal. Ni una santa, ni siquiera una mujer arrepentida, sino la nitidez de una mujer creadora, con esa dualidad sanguínea que hacía que por sus venas corrieran el azogue y el plomo, según fueran sus humores.
Era agresiva, decidida, mal hablada, pero nunca rozó la vulgaridad más mínima. Las palabrotas, en su hermosa boca, devenían almíbar, durazno, guanábana, y las palabras dulces, no encuentro otra palabra, tenían el sabor agrio del níspero y la naranja de patio casero. Ofendía, es cierto, pero pasados los instantes de la ira volvía sobre sí, no para disculparse, sino para buscarle la razón profunda a las ofensas, dejando de lado los agravios, reales o inventados, que le herían la zona más dura de su mente: el orgullo.
Todo lo que sobre ella se diga tiene razón en su cuerpo, que lo tuvo en absoluto dominio, como si fuera la domadora de sus propias bestias, aunque muchas veces saltaban los monstruos, y entonces su mismo rostro, los brazos, la pelvis, se le contorsionaban, hasta volverla otra. Pero seguía siendo la misma: la dueña de su sangre y de su carne.
Sabiéndose singular, pedía, casi en migajas, un poco de comprensión. Como todos los seres marginales, fuera del juego, confundía el rechazo social a su persona con un rechazo general para con su obra. Ella, y es bueno afirmarlo siempre, fue unidad perfecta entre lo que escribía y lo que sentía. Eunice hablaba en verso, como si no tuviera otro lenguaje, para expresarse, que el de la poesía. Por eso a veces no lograba entenderse, ni que la entendieran, porque su lenguaje, su lengua madre , estaba muy por encima del lenguaje corriente, del simple dominio de centenares de palabras, para trascender su propia sustancia verbal, que refleja, también, las dos lenguas en que hablaba. A veces, y esto ocurría en determinadas estaciones, tenía el privilegio de lograr el don de lenguas, como si el Espíritu Santo, en un Pentecostés afiebrado, le cruzara la sangre con su vendaval de nombres. Así fue escrito El Tránsito de Fuego . Así lo vio ella, y sintió, múltiples poemas, que le nacían del adentro para el afuera, del estómago hacia los labios, de la sangre hacia el lenguaje. Durante ese tiempo se aislaba, en bata y en pantuflas, y no recibía a nadie, y vagabundeaba por su casa, escribiendo notas, frases, palabras, que luego ensamblaba, para construir, esa es la palabra exacta, la razón de sus poemas. […]
Para esas fechas ella convocaba a sus amistades amorosas: toda amistad es una forma de amor, decía con desparpajo, para justificar su corazón de armario, y se daban cita los que no se hablaban entre sí, los que se amaban a distancia, los que se habían amado mucho, los que odiaban en ese momento, como si nada, reunidos bajo el halo protector de la escritora, que dejaba caer, con admirable displicencia, elogios desmesurados sobre cada uno de los asistentes, volviéndose a separar, todos, para reunirse en otra fecha, convocados por el sentido de: ¿A poco no vas a volver a mi casa, que es la tuya…? , en fiestas admirables, así las percibí yo, como que duraban hasta que el sol, meditabundo y aburrido, empezaba a romper la neblina sobre el Paseo de la Reforma, y uno terminaba en una pulquería, o en un Sanbor’s o en un baño público, para despertar a la locura cotidiana de la vida real, ensoñados, llenos de palabras o poemas de la Gran Rumbera de la Poesía Centroamericana , tan humana, pequeña y asombrada, que nunca fue otra cosa que una mujer profundamente amorosa, coqueta, absorbente, delicada, rústica, insolente, agresiva, tierna, inteligente, haciéndose la imbécil para adecuarse a la tontería, humilde y regañona, audaz, tímida, pobre de solemnidad, opulenta de ideas y en dignidad, singular, pero semejante, próxima del hambre y del llanto, alejada de la vulgaridad y sin embargo recamada de bisuterías, imponente pero también sencilla, en bata de casa y en pantuflas, bella, pero también guardando todos los monstruos del horror, niña y vieja, como si hubiera sido testigo de terribles hecatombes, viril cuando se le ofendía, femenina hasta volverse una caricatura, deliberada, de la más atroz femineidad, rozando la parodia de los hombres-mujeres, salidos de esos libros de Proust y Gide, que ella tanto amó. […]
He pensado que su muerte estaba ya establecida en El Tránsito de Fuego . En esa verdad de la propia combustión, para arder en llama propia, y autoinmolarse, extraña a todo lo que no tuviera que ver consigo misma. Todo lo demás vino por añadidura. Como si estuviera preparando el escenario para un espectáculo, que le habría gustado ver dirigido por su amigo Alejandro Jodorowski, especie de teatro pánico, con una única protagonista: ella. Esa anagnórisis del encuentro con la vida, con la muerte, con la eternidad, pero también con lo contingente y cotidiano.
Esta es mi imagen de Eunice Odio en pantuflas. En bata de casa haciendo té de hierbabuena, con pan bolillo, sirviendo un trago de mezcal o de tequila. Quien la vio nunca pudo olvidarla. Aunque ella, algunas veces, pretendía no solo no habernos conocido, visto, o sentido, sino que ya éramos prácticamente invisibles. Quizás como ella misma. Como su mundo, como sus sueños, angustias y alegrías. Como su carne y su alma, como sus cenizas, vivas y nunca apagadas, que hoy deambulan por las calles de México, en un absurdo, extravagante peregrinaje, cuidadas por el único hombre que la comprendió, y para ello tuvo que dejarla, como nosotros tenemos que hacerlo con su vida, para adentrarnos en su obra, que es definitivamente su único y perpetuo legado.