Puede medir un metro y medio y pesar 43 kilos a la sumo. Está estrenando los 21 años, pero su cara de niña perdida la hace lucir más joven.
Tiembla por el frío decembrino mientras hace fila para ingresar a la academia. En ese instante, recibe una llamada de su tía, para desearle suerte y exhortarla a que se cuide mucho.
Arrastra una enorme maleta, podría decirse que llena de ilusiones y sueños, aunque en realidad su equipaje está compuesto por mucha incertidumbre, nerviosismo y una buena ración de miedo.
No le esperan unas vacaciones de crucero y ella lo sabe. Más bien, todo lo contrario: está a las puertas de recibir un entrenamiento autoritario, duro y exigente, en un internado donde dominan los hombres.
Luego, si supera la prueba, saldrá a la calle a enfrentar delincuentes y a esquivar las redes de la corrupción. A la vez, tendrá que lidiar con el estrés que conlleva el ser una defensora del orden público, un oficio en que el hostigamiento laboral y sexual rondan a toda hora, y en el cual el respeto de la ciudadanía es, a menudo, una utopía ( ver recuadro ).
Serys Colomero está entre los 213 jóvenes que conforman el curso básico 58 de la Escuela Nacional de Policías, grupo que inició su adiestramiento el pasado 1.° de diciembre, a las 7 a. m.
Es de pocas palabras, le da pena hablar, mas en una escueta conversación deja claras dos ideas. La primera es que quiere ser policía porque es un trabajo estable, y la segunda, que su madre, aunque no estaba muy contenta de que se uniera a la Fuerza Pública, apoyó su decisión.
Mientras Serys se alista para reportarse en el portal de la academia, adentro, en el segundo piso, William Bustos, otro novato, se mide con su más acérrimo enemigo: el peluquero.
Cual si fuera aquel video de Luis Miguel, La incondicional , uno a uno, los futuros agentes pasan a la silla de José Angel Valverde, un policía retirado que lleva más de 20 años cortando cabellos y rapando cabezas.
William, de 20 años y oriundo de Río Frío de Sarapiquí, se vuelve a ver al espejo, ya finalizado el corte, y se percata de que su estilo a lo Justin Bieber es ahora solo un recuerdo. ¡Ni modo!, perder el pelo es uno de muchos sacrificios que se asoman en el horizonte.
Mientras los novatos agentes esperan ser peluqueados, un oficial de rango superior desfila por el pasillo y dice en voz alta: “¿Ustedes son los que van para Calero?, pues hoy mismo se van...” Los muchachos quedaron todos pálidos, sin saber qué contestar.
Pero luego el oficial soltó la risa revelando su broma, y en instantes, los imberbes también se carcajearon. O, más bien, fue como una risa nerviosa...
No solo fueron Serys y William. Ese primer día de academia – el primero del último mes del año–, todos llegaron con cara de susto o con semblante de “pocos amigos” para, justamente, tratar de disimular el susto.
El comandante Cuadra los recibió a gritos, pidiéndoles, casi con tono militar, que se acomodaran en filas de cuatro.
Una estudiante, empapada de nervios, no captó el mensaje. “¿NO SABE LO QUE SON FILAS DE CUATRO?”, le vociferó Cuadra mirándola al rostro.
La muchacha, quien era la quinta de una hilera, sin comprender aún su nueva condición de cuasi-recluta, se aventuró a responderle: “Es que no había visto como era”. Tales palabras fueron como encender en Cuadra la pólvora interna: “¡Usted no viene aquí a responder, sino a obedecer!”.
Aprendida la lección, la joven se incorpora a otra fila.
El comandante se vuelve hacia mí y me explica que la disciplina es fundamental, que quienes llegan no están acostumbrados a seguir las normas ni a respetar a figuras de autoridad.
En ese momento, la misma joven lo interrumpe, esta vez para solicitarle permiso para ir al baño pues había sufrido un accidente. Cuadra, ya en un porte más comprensivo, le da el permiso y ella sale volando a cambiarse el pantalón que acababa de mojar.
La preparación para ser policía dura lo mismo que un embarazo. En nueve meses, el civil se vuelve defensor de la ley y el orden, pero la salida a la calle para hacer la práctica es bastante más prematura: se realiza cuando el agente solo lleva tres meses de formación. Esto explica por qué hay que “entrar con los tacos de frente”: porque no hay tiempo para delicadas inducciones.
Para todos los integrantes del curso básico 58, el primer día de adiestramiento podría compararse a la experiencia de un boxeador en su primer sparring... No están seguros de a qué se enfrentan, ni cuánto puede doler un golpe. Siempre se mantienen con la guardia arriba, pues si la bajan, podrían recibir un ‘recto’ que los condene a besar la lona en el primer asalto.
Provienen de todas partes del país, desde Cartago hasta Guanacaste. Y algunos, como José Reynaldo, nunca habían salido de su pueblo. El muchacho, de 19 años, confiesa que lo que más teme es que “le agarre mal de tierra” y extrañe su natal San Ramón.
Quienes aspiran a ser policías pertenecen, en su mayoría, a una condición socioeconómica baja o media-baja, apenas con el requisito de noveno año aprobado. En el grupo 58, la más joven tiene 18 años y el mayor 35; el promedio anda por los 21 años.
Estas características son denominadores comunes en casi todos los grupos que recibe la academia de policías, según lo confirma su director, Erick Lacayo.
De llegar a aprobar el curso, estos muchachos engrosarían la flotilla de 12.299 oficiales (87% hombres, 13% mujeres) que existen actualmente. En total, cada año se gradúan unos 1.400 policías, al tiempo que hay 500 que se marchan, ya sea por pensión, renuncia o despido.
Perfiles
Lacayo precisa que lo ideal es contar con hombres de 1,70 metros de estatura y mujeres de, al menos, 1,60 metros, ojalá en buenas condiciones físicas. Sin embargo, en la práctica no se discrimina a nadie... De hecho, figuras esmirriadas y bajitas son características en el grupo.
Gorditos hay pocos. Pareciera que la panza llega a los años como resultado de una dieta rica en carbohidratos y con sabor a manteca, que se dispensa en los comedores de la Fuerza Pública.
Por ejemplo, el almuerzo del primer día en la academia estuvo compuesto por arroz, fideos y ensalada; mientras que el desayuno del día siguiente consistió en gallo pinto con huevo y salchicha.
No obstante, más allá de sus siluetas, los policías en preparación, se muestran como personas de buenas intenciones y propósitos correctos.
Entre ellos, hay madres adolescentes que ven en la Fuerza Pública un sitio ideal para iniciar su carrera. Jimena Aguilar, de 19 años, es una de ellas. Tiene un hijo de dos años, a quien dejó al cuidado de los abuelos paternos.
Confiesa que es duro alejarse de su pequeño, pero se repite a sí misma de que es lo mejor para los dos. Para ella, la policía es apenas el primer escalón. Después quiere estudiar criminología e incorporarse al Organismo de Investigación Judicial.
Esas mismas metas las tiene Lizeth Abarca, de 20 años. Ella deja entrever una fuerte convicción por ponerle un alto a la delincuencia. Hace un lustro, cuenta, le robaron el celular a punta de pistola, lo que le provocó –además de las lágrimas propias de un susto de ese calibre–, una sensación de impotencia.
“No puede ser que la gente viva con miedo a responder el teléfono en la calle o de ponerse cadenas o pulseras”, reclama.
Un visión similar tiene el puntarenense Andrés Peraza, de 24 años y padre de un niño de 2. Dice que, en su barrio, la gente vende droga sin disimulo y que ni se puede ir a la pulpería tranquilo. Convertido en policía, afirma esperanzado, planea ayudar a ponerle un alto a tal “barbaridad”.
Están también quienes se vuelven policías por una tradición familiar, como la cumiche del grupo, Merling Arias.
Esta palmareña de 18 años es hermana y sobrina de mujeres policías, por lo cual decidió seguir con el linaje. Pero, en el camino, debió separarse momentáneamente de su novio (igual de joven que ella) con quien tiene una relación desde hace cinco meses.
“Me dijo que, si esto me hacía feliz, entonces él era feliz”, narra, incapaz de ocultar los signos cursis del enamoramiento.
Riesgos y beneficios
La razón más frecuente que pareciera patrullar entre los miembros del básico 58, es la de hacerse de un trabajo con estabilidad y con las garantías que brinda el Estado.
Así de sinceros fueron Serys y William, entre varios otros consultados.
El mismo comandante Cuadra hace alusión al tema en su discurso inicial: “Que nadie se venga a refugiar acá porque no encuentra otro trabajo. Aquí venimos a servir”, subraya.
Desde que entran a la academia, los novatos policías reciben un salario base de ¢233.600 al mes, más un 18% de riesgo policial, un 25% de disponibilidad y un 5% por tener el noveño año aprobado. En el caso de que sean bachilleres de secundaria, ese monto se eleva al 10%.
La sensación generalizada de los integrantes del básico 58 es que tal paga es un buen punto de arranque.
Erick Lacayo, ya con mayor experiencia, reconoce que “no es el mejor salario, pero tampoco es el peor”, y lo dice tras compararlo con los sueldos de otros países del istmo.
Hay otros beneficios, como la posibilidad de hacer carrera dentro de la institución hasta convertirse en comisario (el rango máximo), esperar a los 65 años para pensionarse o contar con un seguro de vida de 60 salarios base, el cual se le paga a la familia en caso de fallecimiento.
Tales ventajas parecieran perder atractivo cuando se les pone sobre una balanza en la que estén los riesgos.
El principal de ellos es la muerte. Sin duda, los policías suelen coquetear más con “la huesuda” que quienes ejercen cualquier otro oficio. Desde el 2005 hasta la fecha, 25 oficiales han fallecido en “el cumplimiento del deber”, según reporta la Dirección de Recursos Humanos del Ministerio de Seguridad.
Es un tema que los novatos del curso 58 prefieren no abordar.
“Para eso está el compañero (a la hora de patrullar), para que lo proteja a uno”, dice Serys, quien nunca ha disparado un arma, y ni siquiera se ha dado de golpes, excepto con su hermana en pleitos de infancia.
Otro que tampoco tiene conocimiento alguno en materia de golpes o de pistolas es William, cuyo discurso se concentra en repetir que hay que romper el miedo: “Si a todos nos diera miedo, entonces no habría policías y ¿quién detendría a los delincuentes”, reflexiona el delgado y moreno muchacho.
Una vez graduados, a los novatos los pueden enviar a laborar con la Policía Turística o la Policía de Control de Drogas, por ejemplo. Pero la mayoría (un 85%) será distribuida entre las 650 delegaciones de la Fuerza Pública del país.
Es como una lotería: si bien a un agente le puede tocar en una delegación modelo, también lo pueden asignar a una zona fronteriza o en la montaña, donde las condiciones son más complicadas y desgastantes.
Falta de espacios modulares, hacinamiento en dormitorios, carencia de servicios sanitarios y áreas administrativas adecuadas son parte de las deficiencias de las delegaciones, denunció Mainor Anchía, representante de la Asociación Nacional de Empleados Públicos (ANEP) en la Fuerza Pública.
“La labor policial, por su naturaleza y los casos que se atienden, requiere de mucha concentración, lo que afecta de alguna manera la salud física, emocional y mental de muchos”, comentó.
De igual forma, a los novatos se le puede ordenar que recorran las calles de barrios conflictivos y peligrosos.
Paradójicamente, muchos de ellos residen en tales sitios; Serys, por ejemplo, vive en Limón 2000, un sector donde el crimen y el narcotráfico imperan en medio de la impunidad.
Otro malestar con el que deben lidiar es el irrespeto hacia el policía por parte de la sociedad. “El hecho de ser considerada una profesión mal pagada, de tercera categoría, fomenta el irrespeto hacia la figura del policía”, se queja Mainor Anchía.
Esta opinión no es antojadiza. La prensa y las redes sociales han expuesto decenas de casos en los que la policía ha protagonizado actos de corrupción o abuso de poder, lo cual suscita una reacción de repudio e irrespeto entre la gente.
William y Serys destacan que no se puede juzgar a todo un grupo por las acciones de unos cuantos. Ellos aseguran estar vacunados contra la corrupción, pues así los criaron sus padres.
Lacayo, a sabiendas de los riesgos, tentaciones y males que aquejan a la policía, se aferra a eso que llaman vocación de las personas y afirma que hay quienes realmente anhelan servir a los demás. Ese aspiración, dice, debería ser la base para formar buenos y ejemplares policías.
De los 213 jóvenes que conforman el curso básico 58, unos 30 se quedarán en el camino (lo que representa el porcentaje estándar de deserción), los otros patrullarán las calles, defenderán el orden y perseguirán delincuentes.
A lo mejor, la próxima vez que usted necesite a un policía, será William, o tal vez Serys, quien acuda en su auxilio.