Aquí está Rollerball, la violencia convertida en juego, juego convertido en imágenes, imágenes que nos llegan en una película que es refrito de otra de 1975, dirigida entonces por Norman Jewinson. La de ahora viene con la dirección de John McTiernan.
La primera Rollerball, la cinta de 1975, se basa en un cuento de ciencia-ficción escrito por William Harrison sobre un deporte imaginario practicado en una sociedad del futuro dominada por empresas multinacionales. El cuento y la película intentan -así- ser documentos cuestionadores y bien políticos sobre una realidad violenta e injusta socialmente, controlada por élites económicas y poderosas.
Nada de esto sucede en este refrito, cuya acción se coloca ahora en una geografía distinta: Europa del Este. A lo sumo, esta nueva versión del cuento de Harrison se atreve a cuestionar -sin energía- los esfuerzos de algunos comerciantes del deporte y de la televisión por aumentar sus ganancias, lo que logran al incrementar (artificialmente) los niveles de audiencia en la tele con un "deporte" violento como el Rollerball.
Este refrito no funciona como crítica social ni como sátira, y no pasa de ser un espectáculo epiléptico cuyas secuencias corren a saltos y brincos, sin enlaces en el relato (la narración es un despelote), que apuesta al vértigo visual repetido y a la puesta en escena ruidosa (con música que es pura bulla dentro del hard rock o del speed metal).
En ese desastre, la violencia resulta elemento fascinante y fascinador, por lo que el propio Norman Jewison (recordemos: director de la primera versión) ha manifestado su escepticismo por este refrito; dice: "La idea de mostrar la violencia convertida en entretenimiento me parece obscena". Tiene razón.
Con este Rollerball solo queda una muestra más de lo que en Hollywood llaman "trash fun" (basura divertida) y que otros llaman "guilty pleasure" (deleite culpable): películas que hacen pasar el rato, pero que son malas (sin duda alguna), al igual que las actuaciones de Chris Klein, Jean Reno y Rebecca Romijn Stamos.