La legítima defensa permite la defensa de la vida y otros bienes jurídicos propios o ajenos en determinadas circunstancias previstas en la norma (artículo 28 del Código Penal); no nos ocuparemos de este tema técnico y específico del Derecho Penal.
Sin embargo, la realidad muestra cómo cotidianamente las personas reaccionan directamente contra quienes consideran culpables de la comisión de delitos sin que el Estado medie como administrador de justicia. En palabras sencillas, se aplican castigos directamente, sin parámetros de proporcionalidad ni rigor en el establecer la responsabilidad del supuesto infractor.
Los hechos delictivos generan ira y frustración, sobre todo si ello va acompañado de una respuesta institucional lenta o si el auge delincuencial rebasa la capacidad del Estado para enfrentar el fenómeno. De allí que surge una especie de agnosticismo laico y jurídico que puede ser muy peligroso. Ante ese vacío y sentimiento de impotencia surge una falsa deidad: la justicia por propia mano que, lejos de protegernos, lo que hace es marginar al Estado como único administrador de la justicia.
Esta actitud individual de promover la justicia por mano propia es muy riesgosa, desde cualquier punto de vista, ya que tiene un efecto multiplicador. Así, la medicina puede resultar peor que la enfermedad ya que casi siempre el ciudadano que enfrenta al delincuente resulta herido o muerto. En otros casos, el número de víctimas aumenta.
Esto tiene una explicación lógica. Los ciudadanos no somos expertos en el combate a la delincuencia; muchas veces no sabemos ni manejar el arma que se porta. Muchos infractores, en cambio, son “profesionales” y van decididos a todo cuando nos asaltan. Como en las guerras, los “efectos colaterales” alcanzan a niños, ancianos y mujeres, todos encadenados solidariamente en esta espiral de violencia.
No en pocos casos, cuando se dan linchamientos populares de presuntos ladrones, violadores u homicidas, se han cometido errores de identidad y se han dado muerte a inocentes por no ser del lugar o tener un aspecto sospechoso; eso es lo que llaman estar en el sitio y la hora equivocados.
Si esta práctica se generaliza, la sociedad entra en un peligroso proceso de descomposición. El Estado de derecho tiende a desaparecer. El país se puede volver ingobernable. La inseguridad aumenta en lugar de disminuir. Todos perdemos.
Prevención. Por ello debemos prevenir la situación y son las autoridades y nosotros los ciudadanos los que tenemos las palabras y la acción. Tomar la justicia por nuestras manos es la forma más cara de combatir la delincuencia, tan cara que nos puede costar la vida. Tan cara que nos puede costar la más severa descomposición social y económica, de la cual no saldremos tan fácilmente. Tan cara que simplemente no podemos pagarla, ni como personas ni como país.
Por el clima de inseguridad real en el que vivimos, muchas personas entienden que los organismos que deben prevenir y reprimir no actúan con la celeridad y la eficiencia adecuada y, frente a esto, ellos mismos deben actuar contra la delincuencia. Ese es el origen de los vigilantes, escuadrones de la muerte y el sicariato, lo que es una paradoja gigante: crear delincuencia para acabar con ella.
En Guatemala, por ejemplo, entre 1996 y 1999 se produjeron cerca de 300 linchamientos, con gran cantidad de muertos y heridos graves, muchos quemados vivos (Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala, MINUGUA, Décimo Informe sobre Derechos Humanos, enero de 2000). Al parecer, la utilización del fuego es una característica de este fenómeno delictivo. Es decir, la mal llamada justicia por mano propia es un modelo autoritario de resolución de conflictos que opera sobre la base del uso de la fuerza.
Pese a los problemas presupuestarios y el exceso de trabajo, entre otros, recordemos que solo los órganos de justicia pueden individualizar responsabilidades y determinar sanciones, respetando las garantías del debido proceso.
Es preocupante que existan personas que toleren, justifiquen o avalen los actos antes descritos pues ello atenta contra las mínimas normas de convivencia social, expresadas en el respeto a los derechos humanos, el Estado de derecho y las instituciones públicas. Lo contrario podría interpretarse como un escenario favorable para la extensión de un fenómeno que, en esencia, resulta ser igual o más criminal que los hechos que dice perseguir. No es momento de perder la fe, sino de recuperar la esperanza en nosotros mismos.