Una de las teorías más importantes para explicar el por qué el cerebro del homo sápiens comenzó a expandirse (a crecer), hace unos 300.000 o 400.000 años, hasta que se estabilizó en su tamaño actual hace unos 50.000 años, es la tesis de la inteligencia maquiavélica (Whiten y Byrne, 1988) o del cerebro social.
Desde el punto de vista energético el cerebro humano es muy “caro”, ya que representa el 2% del peso del cuerpo y, sin embargo, utiliza el 20% de la energía que consumimos, el hecho de que este órgano se haya desarrollado en los humanos (especialmente la neocorteza) hasta alcanzar su actual volumen y complejidad es en buena medida aún un misterio.
“Maquiavelismo”. La hipótesis de la inteligencia maquiavélica no debe confundirse con el “maquiavelismo” de la psicología social, que es un rasgo de la personalidad definido como una: “estrategia de comportamiento social que implica manipular a otros en beneficio propio, frecuentemente en contra del interés del otro”. En cambio, la inteligencia maquiavélica se refiere a las estrategias sociales complejas por las que un individuo busca maximizar su éxito reproductivo directo o indirecto, recurriendo al uso conveniente de comportamientos combativos o cooperativos según lo exija la situación.
Esta actitud es propia de los primates simios y no es exclusiva de los seres humanos. La complejidad de la vida social de los primates favoreció la expansión de sus capacidades cognoscitivas y de la neocorteza cerebral. Lo que inició como una competencia intrasexual de apareamiento se fue ampliando hacia otros aspectos sociobiológicos de lo cotidiano, al punto que la complejidad neurológica es consecuencia directa de la socialización intensa entre semejantes, se trata de iguales que luchan por prevalecer, ello propició el desarrollo del engaño y la intriga como mecanismos sociales de supervivencia, lo que aunado al lenguaje, fue añadiendo un mayor nivel de entramado fisiológico y cultural a la incipiente civilización humana.
Los primates simios tienen capacidad de representación del mundo, no solamente de observación, de allí que a diferencia de otros animales somos capaces de reconocer el valor del placer en sí mismo, esto es lo que se denomina la inversión símica (Rowlands, 2009), es decir, para un perro por ejemplo, el placer es consecuencia del instinto reproductor. El simio ha invertido esta relación, para él, la reproducción es una consecuencia ocasional –a veces inoportuna– del instinto de obtener placer. La consecuencia inmediata de ello es que la motivación para intrigar y engañar será mayor en un simio que en un canino, ese es el camino para el desarrollo neurológico y fisiológico del cerebro, que a su vez construye civilizaciones a partir del deseo ( eros y tánatos ), vida y muerte se dan la mano, el macho no titubea en eliminar a su rival en el afán de saciar su deseo.
Placer y violencia.
La pulsión del placer y la violencia sean características parte de la familia primate, y, por ende, humana. Kant dijo que a él le conmovían profundamente dos cosas: las estrellas que brillaban en el cielo y la ley moral en su interior. El ser humano, como primate superior, lleva impreso en su ADN social una tendencia a lo que llamamos maldad; la ética es una norma interior que lo eleva por encima de su animalidad y lo acerca a lo infinito; creamos o no en el libre albedrío, estamos condenados a elegir: el saber de dónde venimos no nos condena a cómo debemos comportarnos.