En mis años de educación secundaria, me impresionó mucho la lentitud del progreso de los estudios de la célula. Por cierto, la historia de la célula me hizo sufrir la pérdida de mi orgullosa condición de rey de la naturaleza, condición que no carece de importancia cuando uno tiene doce años de edad.
Fue hacia el año 1665, dos años después de que en Costa Rica fracasara la expedición de don Rodrigo Arias Maldonado en Talamanca, y mientras que Isaac Newton inventaba el cálculo diferencial, cuando el inglés Robert Hooke examinó al microscopio láminas delgadas de corcho y observó unas pequeñas cavidades, cuartitos vacíos o celdas que él llamó células por la palabra latina “cellula” que proviene de otra palabra latina “cella”, que significa hueco. Pero pasaron diez años más hasta que el holandés Leeuwenhoek descubrió los seres microscópicos llamados protozoarios, cuando faltaban tres años para que Costa Rica alcanzara una población de treinta y cuatro mil doscientos doce habitantes. Doce años después de las primeras observaciones de Hooke, viene el descubrimiento de los espermatozoides, probablemente debido a Johan Ham, pero atribuido a Antón Leeuwenhoek.
El Diccionario de la Real Academia Española dice que una célula es “una unidad fundamental de los organismos vivos, generalmente de tamaño microscópico, capaz de reproducción independiente...”. No sé cómo le habrá ido a usted, pero lo que es a mí, ya me había sentido insultado antes cuando mi maestra de tercer grado nos dijo que las personas estábamos clasificadas como animales. Pero, más adelante, cuando oí por vez primera de la tal célula, aquello me hizo sentirme de veras mal. Ahora resultaba que yo ni siquiera era un animal hecho y derecho, sino que era un montón de millones de animalitos pegados. ¿Se imagina usted? Yo era un montón de seres vivientes que independientemente respiraban, comían, se reproducían, y excretaban (aquí lo de excretar es algo así como el equivalente de “hacer pupú” en escala microscópica). ¡Como personas completas! Pero sigamos con la lenta historia de la célula.
Cuesta creer que fue más de un siglo después de Hooke cuando Félix Fontana descubrió que las células tienen núcleo. Bueno, casi todas. Y no es sino hasta 1827 cuando Karl Von Baer descubre una célula importantísima: el óvulo de los mamíferos. Pero hay que esperar catorce años hasta que Kolliker revele que el espermatozoide también es una sola célula... ¡Más de un siglo y medio después del descubrimiento de los espermatozoides! Luego, en 1839, Schleiden, ciento setenta y cuatro años después del descubrimiento de la célula por Robert Hooke, indica que todos los vegetales están compuestos de células y sugiere que los animales también lo están y, en este mismo año, en colaboración con Schwann, establecen lo que se denomina la teoría celular.
De dicha teoría citemos dos principios: que todo ser viviente está compuesto por células y por sustancias producidas por esas células; y que toda célula proviene de otra célula.
Me llevé otra tremenda sorpresa cuando mi profesor nos explicó que una célula madura, vieja, puede dividirse en dos y transformarse en dos células jóvenes. Sufrí otra mortificación, esta vez por puritica envidia.
Porque los seres pluricelulares no tenemos la menor esperanza de convertirnos en dos jovencitos al llegar a viejos. En conclusión, yo era mortal, pero compuesto por seres en cuyas vidas no estaba prevista la muerte natural.
¡Menudo precio pagamos los seres vivos por pasar de unicelulares a pluricelulares!
Y ahora vuelvo al tema de la lentitud de la historia temprana de los descubrimientos acerca de la célula para comentar que debemos considerarnos afortunados por vivir en una época en la cual los descubrimientos científicos dan lugar a subsiguientes hallazgos a una gran velocidad. Y, claro, la velocidad con la cual se pasa hoy de la solución teórica de un problema científico a la solución de los correspondientes problemas industriales, es, simplemente, maravillosa.