
Narrar milagros puede resultar una tarea muy fácil. Para ello, lo mejor es utilizar siempre los mismos ingredientes: un hecho insólito, para el que no exista explicación dentro de los límites de la humana credulidad o del frío raciocinio; una intervención que se pueda atribuir a un ser sobrenatural y un quantum sufficit –lo suficiente– de exageración.
Si hiciéramos acopio de hechos insólitos en el caso que narramos, empezaríamos con la descripción de una espada incrustada en una piedra.
La singular tizona, forjada en toledano acero, se encuentra allí desde tiempo inmemorial, a la espera de un Arturo de Bretaña que tenga el poder de desencantarla y liberarla de su pétrea prisión. El hecho ocurre en el Santuario de Saint Amadour, en la localidad de Rocamadour de los Pirineos franceses.
Dicen los aldeanos (y hemos acumulado suficiente dosis de credulidad para no ponerlo en duda) que se trata de la otrora reluciente Durandal (Durandaina o Durandana en algunos relatos), espada de un sombrío Roland, lugarteniente de Carlomagno, que el paladín abandonó a su suerte en el desfiladero de Roncesvalles. Por consiguiente, la historia mágica no es historia ni es leyenda: es poesía épica o Chanson de geste , y como tal la tratamos.
El destino de una Virgen Negra. Las Vírgenes Negras, sobre la tradición de figuras míticas clásicas como Cibeles, Isis y Artemisa, inundaron Francia luego del reinado de Luis IX.
No es propósito de este comentario ingresar en un análisis esotérico de tan emblemática figura, ni abrumar al lector con la narración de hechos históricos que tuvieron su origen en la Primera Cruzada. Baste decir al respecto que santa Ida –a quien la historia identifica como madre de Godofredo de Bouillon, conquistador de Tierra Santa y Primer Caballero Defensor del Santo Sepulcro– fue la gran impulsora de su culto.
La génesis del boom de las Vírgenes Negras coincide con el retorno de los primeros cruzados desde Jerusalén.
La faz oscura de las imágenes, que no presentan empero rasgos negroides, es coloreada por los mágicos soles de Palestina, los mismos que tiñeron de carmín los rostros de tantas huríes de Scherezade.
En todo caso, la narración de nuestro pequeño milagro –que habría de serlo también para la historia de la música francesa del siglo XX– empieza en Rocamadour (Roca de Amador o de Amad Aour), localidad francesa del departamento de Lot, en la región de Mediodía-Pirineos.
Rocamadour es un hermoso emplazamiento de los Pirineos, ingrávidamente sostenido sobre una roca de apreciables dimensiones. Su más famoso templo –erigido en honor a san Amador– ostenta en su pórtico la espada en la piedra. En su interior alberga una de las más famosas Vírgenes Negras del mundo, a la que se atribuyen mágicos poderes.
Para otros, Rocamadour será el sobrenombre del infortunado neonato de La Maga , el estremecedor personaje de la Rayuela de Julio Cortázar, a quien la deuteragonista ahoga involuntariamente con su cuerpo mientras procura transmitir su calor al infante durante un gélido invierno parisiense.
Un compositor francés. El episodio que comentamos atañe a Francis Poulenc, el prolífico compositor francés fallecido en 1963, y a quien sus biógrafos han tratado inútilmente de relacionar con alguna tendencia artística en especial.
Sobreviven aún quienes lo llaman fauvista, en alusión a la tendencia pictórica que se inició en 1905; quienes lo ubican como dadaísta, en alusión al movimiento Dadá, originado en el famoso Cabaret Voltaire de Zürich, o bien quienes lo denominan surrealista, en virtud de su relación de amistad y colaboración profesional con los poetas Guillaume Apollinaire, Paul Eluard y Louise de Vilmorin.
Dichas apreciaciones parten de la adscripción del músico al Groupe Les Six, integrado asimismo por Honegger, Tailleferre, Milhaud, Auric y Durey.
Ninguno de dichos compositores modernos alcanzó la versatilidad y carácter prolífico de Francis Poulenc, cuya creación aglutina varios cientos de mélodies , dos conciertos para piano, un hermoso concierto “campestre” para clavecín, obras corales por doquiera, y hasta una sofisticada ópera sobre un místico tema: el Diálogo de las carmelitas .
Su otra ópera, Les mammelles de Tirésias , es obviamente un tema profano de connotación lindante con la bufonería y de tratamiento claramente surrealista.
La “conversión”. Lo importante es que Francis Poulenc, de vida liviana y escasamente comprometida con los temas espirituales, sufre un radical cambio en agosto de 1936. A partir de tal data, su creación artística involucrará con particular preferencia los temas místicos o religiosos, y muy especialmente los que se relacionen con el culto católico.
El hecho no tendría nada de particular si no fuera porque la propia confesión del creador, vertida en una serie de entrevistas con Claude Rostand, musicólogo y literato francés, reconoce el evento. Relata Poulenc a través de la expresiva pluma de Rostand:
“1936 fue una fecha crucial, tanto en mi carrera como en mi vida personal. Aprovechando un feriado laboral en Uzerche, junto a Yvonne Gouverné y Pierre Bernac, solicité a este último guiarme con su vehículo hasta el santuario de san Amador, en Rocamadour, sitio del cual mi padre me había hablado frecuentemente. No más el día anterior, me había enterado de la trágica muerte de mi colega Pierre-Octave Ferroud, en un accidente automovilístico.
La desaparición de un músico pletórico de vida y de energía, decapitado horriblemente en dicho accidente, me había sumido en la atonía total.
”La misma noche de nuestra visita a Rocamadour, empecé las Letanías a la Virgen Negra. Observando mi vida posterior, regresé frecuentemente a Rocamadour, confiando a la protección de la Virgen Negra varias composiciones, como la Figure humaine , el Stabat Mater y Dialogues des Carmelites . Ahora, ustedes conocen la verdadera fuente de inspiración de mis trabajos religiosos”.
Junto a Gabriel Fauré y Claude Debussy, Poulenc es el más grande productor de mélodies françaises de todos los tiempos. Sus estudios acerca de la voz humana son profundos y acertados. Grandes intérpretes, de la talla de Pierre Bernac, Nicolai Gedda, Michel Sénéchal y Gérard Souzay, le fueron particularmente adictos en su proceso creador.
En la música vocal moderna son de obligatoria interpretación obras como Le Bestiaire y Calligrammes , (sobre poemas de Guillaume Apollinaire), La Fraicheur et le feu y las Chansons Villageoises , raro ciclo de melodías sobre poemas de Maurice Fombeure.
Un milagro que no fue. El compositor de Dialogue des Carmélites es exactamente el mismo de la Chanson de la fille frivole . Tal diversidad creativa motivó que Claude Rostand, su biógrafo, lo catalogara indistintamente de ascético monje y de radical hereje (moine et voyou). Su técnica de composición y su manejo de la armonía son siempre similares, sin contar con ese carácter, agudamente irónico que siempre lo distinguió.
¿Conversión o redescubrimiento de la fe perdida? Es difícil determinarlo, pero lo cierto es que la creatividad del compositor francés sufrió un vuelco radical, al menos en el índice temático de sus obras.
La frescura y el carácter lúdico de sus primigenias composiciones no experimentó cambio alguno, ni su depurada técnica fue contaminada con influencia de otros creadores.
Simplemente –al igual que Marcel Proust al tropezar en retirada con la desigual losa de la calle parisina–, Francis Poulenc reunió de golpe todos sus recuerdos de infancia y los expuso en sus obras posteriores.
El niño que aparece en todas las obras del genio, fue orientado –curiosa similitud con San Agustín– hacia una fe religiosa, que asomó al través de una tez oscura, unos ojos negros y un amor inextinguible hacia la Madre de toda la Cristiandad.
Pues bien, hagamos un alto e interroguémonos con sinceridad plena: ¿No cambiaríamos nuestra vida y nuestra temática creativa para complacer a nuestra Madre?