Cuando la bebé vino al mundo, Anabelle la esperó impaciente en un cuarto contiguo. No era su madre biológica, pero estaba decidida a darle todo en la vida, incluyendo la leche de su propio cuerpo. Por eso, en cuanto la tuvo entre sus brazos, le ofreció el pecho y la recién nacida comenzó a succionar con una energía arrebatadora.
Dos meses antes, esta mujer (cuyos apellidos pidió mantener en reserva) se había convertido en una cibernauta experta, con el único objetivo de averiguar cómo podía amamantar a la criatura que ella y su esposo anhelaban adoptar, tras cuatro años de intentar sin éxito un embarazo.
Un médico le recomendó tomar pastillas de metoclopramida pues, al parecer, ayudan a producir prolactina, una de las hormonas relacionadas con la producción de leche materna. Ella, por su parte, alquiló un extractor eléctrico con el que se estimulaba varias veces al día.
“En el hospital, dijimos que la bebé sería alimentada a pecho desde el primer momento. Al principio, obviamente no me salía nada y entonces nos ayudamos con una pequeña y delgada sonda asida por un extremo al pezón y por el otro, a un vasito con fórmula”, relata.
A la semana de utilizar dicha técnica, la bebé probó el calostro (líquido amarillento abundante en nutrientes) y, dos días después, la leche. “Yo no podía creerlo y por supuesto que lloré. No producía demasiado, pero sí lo suficiente como para disfrutar juntas de este milagro”, rememora la madre adoptiva, quien mantuvo la lactancia (alternada con fórmula láctea) durante los tres meses que duró su licencia por maternidad.
La menor, cuyo nombre se reserva a solicitud de sus padres, ya cumplió dos años y ha sido una niña sana y feliz. “Es enorme, usa ropa de tres años. Cuando tenía un añito, pesaba 12 kilos. Siempre ha estado por encima de la curva de crecimiento”, dice la madre sin disimular su orgullo.
De acuerdo con Ingrid Broitman Tropper, nutricionista y consejera en lactancia, lo que consiguió Anabelle tiene una explicación lógica y científica, pues la leche materna no solo se produce como secuela de un embarazo y de las hormonas que se liberan tras el parto. Este líquido también se genera si el bebé succiona correctamente el pecho de una mujer e induce a la hipófisis (glándula situada en la base del cerebro) a liberar prolactina y luego oxitocina.
Según ella, el caso de Anabelle es un buen ejemplo de que, en el tema de la lactancia, la predisposición mental es crucial: “Si la mujer desea con todo su corazón dar de mamar, vencerá cualquier obstáculo. En cambio, si ella no está convencida, es más probable que tire la toalla”, advierte.
Tatiana Fernández Zúñiga está convencida de que querer es poder. Esta vecina de Tres Ríos tiene un hijo de 17 años, una preadolescente de 11 y un bebé de un año. Solo al menor, producto de un segundo matrimonio, accedió a darle pecho por insistencia de su esposo.
La decisión no le resultó sencilla, sobre todo porque seis años atrás se había sometido a una cirugía de reducción mamaria y a un levantamiento de busto. Por eso, era probable que se hubieran lesionado conductos y nervios durante el procedimiento.
Junto a este gran inconveniente físico, Anabelle tenía otro escollo psicológico por superar: pensaba que “dar de mamar era un asunto de primates”. “Yo le decía a la gente ‘¿acaso que una es vaca?’ Por eso, ni lo intenté con los mayores”, admite Tatiana, quien, al cambiar de parecer en su tercer embarazo, se dedicó a investigar si, a pesar de la operación de senos, le era posible alimentar de forma natural al bebé.
“Charles nació antes de la fecha prevista y estuvo 24 horas en incubadora. Sin embargo, yo me empeñé en mi objetivo. Nos ayudamos con una sonda y con extracciones continuas, porque al principio él no succionaba bien. A la semana, me bajó la leche en forma y se la di por seis meses de manera exclusiva”, comenta Tatiana satisfecha. Tanto así que hoy reconoce: “me parece lamentable no haber hecho lo mismo con mis otros hijos, porque es un hecho que los bebés alimentados a pecho crecen más sanos y el vínculo que se establece con la madre es muy fuerte”.
Tan poderosa resulta esa unión, que termina volviéndose terapéutica. Así sucedió en el caso de Eliana Vasco Correa, quien, durante su segundo embarazo, se enteró de que su esposo, Eduardo Glen, tenía un tumor en la cabeza. Mientras su vientre crecía, la situación familiar se fue tornando cada vez más delicada.
El marido debió ser sometido a tratamientos médicos y se hizo visible su deterioro físico, al tiempo que sufría de dolores de cabeza y falta de visión.
Pese a esto, relata Eliana, él hacía todo lo posible para que ella disfrutara de su maternidad. El día de la cesárea, estuvo presente, cortó el cordón umbilical, regresó a la casa para hacerse cargo del chiquito mayor y siempre apoyó a su mujer, quien estaba decidida a alimentar a la recién nacida con su propia leche.
“Al mes exacto del nacimiento de Diana, Eduardo fue sometido a su primera cirugía, un 23 de mayo del 2009. La intervención tardó 18 horas y, a pesar de tanta angustia, yo continué con la lactancia. Me llevaba el extractor al hospital para ‘ordeñarme’.
“Las enfermeras me refrigeraban la leche, para guardársela a la niña. Cuando llegaba a la casa, me la ‘pegaba’ todo el tiempo que fuera necesario porque no quería que me bajara la producción. Con ella lloraba y conversaba sobre todo lo que nos estaba ocurriendo”, recuerda Eliana, convencida de que abundan los mitos que vinculan el sufrimiento de una mujer lactante con la calidad de su leche. “Lo cierto es que ni se puso amarga, ni se secó, ni le produjo cólicos a Diana”.
Pese a todo lo que se dice en la calle, está comprobado científicamente que la lactancia ofrece beneficios emocionales a la madre. Al dar de mamar, el cuerpo de la mujer produce oxitocina, conocida como “la hormona del amor”, que ofrece una sensación de bienestar e incrementa el instinto de cuidar, amar y proteger al bebé. La prolactina, que también se genera, la relaja y le brinda tranquilidad.
“Yo vivía en una dualidad. Por un lado, estaba la vida que comenzaba: la de mi hija, y por otro, la muerte que acechaba a mi esposo. Pero él me animaba a continuar alimentando a la niña. Los dos sabíamos que era lo mejor para ella. Recuerdo que muchas veces, mientras hablábamos de los tratamientos que seguirían, yo le daba pecho a Diana con él al lado”, añade Eliana.
Esa titánica labor continuó durante todo el primer año de vida de la niña, aun cuando Eduardo debió sortear dos nuevas cirugías, se enfrentó a procedimientos cada vez más agresivos y lidió con el dolor de forma creciente. Falleció en abril del 2010, dos semanas antes de que Diana apagara su primera velita,
La bebé consumió leche materna ocho meses más y hoy disfruta de excelente salud y parece una pequeña muy alegre.
“Es igualita a su papá, no le perdió detalle”, asegura Eliana, cuya fuerza de voluntad resulta inspiradora.