En el auditorio de la Universidad de Guadalajara, México, frente a un público fervoroso, entró hace pocas semanas Gabriel García Márquez aplaudido como un ídolo, con los brazos en alto, los ojos grandes afinados en dos rajitas de felicidad y el bigote vibrando exultante. Iba a leer, como primicia absoluta, el primer capítulo de sus Memorias.
"Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado esa mañana del pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de dónde encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde yo iba todos los días a las doce y a las seis de la tarde a conversar con mis amigos escritores. El que se lo dijo le advirtió: Vaya con cuidado porque son locos peligrosos. " Este es el puro principio del texto que Gabriel García Márquez está escribiendo ahora para mantener el brazo caliente entre dos novelas.
Las memorias empiezan a los 21 años, cuando vuelve por primera vez a Aracataca (el mítico Macondo) y descubre allí el camino de su escritura. Un libro que "ya tiene unas 250 cuartillas escritas", y al que faltan otras 100 para formar el primer volumen y ser publicado. Está escribiendo en esas Memorias: su vida, claro, que es parte de sus libros. Se titulan Vivir para contarlo. Mientras pueda caminar, voy a escribir.
Del amor
"Después de Noticia de un secuestro, tenía que escribir la novela con la cual se mueran de amor", adelanta intrigante y a la vez dispuesto a dosificar la infidencia sobre las nuevas tramas que planea. Noticia de un secuestro -prologa- fue un purgante de estilo, porque en El amor en tiempos del cólera estaba ya un poquito empalagoso. Después de Noticia... ya podía volver a escribir libremente ficción. Y escribí tres libros, puro invento. "La primera historia parte de Las bellas dormidas, una hermosa novela de Yasumari Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. Cuando leí ese texto, tuve una envidia tremenda, declara.
Dispuesto a darse los gustos que merece, no dudó en usarlo en cuanto pudo para uno de los Doce cuentos peregrinos y ahora, dice, no se priva de retomarlo otra vez. "En nuestra cultura no es creíble la joven narcotizada. Por eso, el protagonista en mi libro es un viejo. Así, el que está naturalmente narcotizado es él -se ríe. La historia ocurre entre 1949 y 1951 en Barranquilla, cuando él mismo trabajaba para el periódico El Heraldo. Es una reconstrucción, una recuperación de la ciudad en la época en que quería ser escritor. (No hay mejor material para la literatura que la nostalgia; elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos.)
Lo escribo en primera persona -precisa- porque es un hombre que ya tenía 82 años y ésa es una edad en que ya puede decir su historia personalmente. Cuenta cómo éramos nosotros, la camaradería con los amigos y me sorprende lo que sabe de mí."
Si se sabe que los libros son tres y pequeños (no pasan de ciento cincuenta páginas), porque "en el momento en que uno escribe el primer párrafo ya conoce el plan entero. Si no, se va de las manos". Y que las novelas, en las que empezará a trabajar ahora, antes de fin de año, serán publicadas de a una, "para ir corrigiendo y terminar juntándolas después en un solo libro". La reacción de la primera sirve para la segunda y la de las dos, para la tercera.
Personajes verdaderos
"Les cuento una cosa y van a ver que yo no invento nada." Lo dice con picardía y complicidad suficientes como para hacer que a quien escucha se le acelere el pulso de la curiosidad y adelante el cuerpo. En Cien años de Soledad, cuando José Arcadio Buendía el Joven va a buscar a Pilar Temera para su debut sexual, yo sé muy bien lo que sentía. Estando en Bogotá en el internado de la escuela secundaria (por 1944, a los 15 ó 16 años), yo tenía una novia que vivía con sus padres, en una época en que no se hacían esas cosas. Los padres de los costeños, cuando partíamos a Bogotá para estudiar, nos hacían dos advertencias: cuidarse de la pulmonía -Bogotá está a una altura en que conocen el frío-, y que no embarazara una cachaca, que es como les dicen a las bogotanas.
"Además de la novia de mi edad yo tenía otra, casada, que vivía con el marido, los padres y las hermanas, en Sipaquirá, un lugar famoso en Colombia por su moral estricta. Ella me avisaba cuando el marido se iba de viaje y me invitaba por la noche a su cuarto, que era el último de la casa. Me dejaba la puerta de calle sin tranca y yo tenía que atravesar por un pasillo el cuarto donde dormían los padres, el de la hermana casada que dormía con su marido y sus niños, y otro cuarto que se usaba como costurero. De entrada, pasaba muerto de risa. El problema era a la salida, exhausto, asustado. Salir era terrible.
Infancia y literatura
Cien años de soledad contiene todos esos asombros de la infancia. Aunque completamente mítica, la novela rescata también el árbol de familia sin disimulos.
"Barranca era el pueblo de mi abuelo donde mató a un hombre en una riña de gallos. (Como José Arcadio Buendía en Riohacha.) Durante una de mis vueltas por la Guajira, en los años 50, cuando iba a vender enciclopedias, un señor me dijo: Usted es nieto del coronel Márquez, yo soy nieto de Prudencio Aguilar, entonces su abuelo mató a mi abuelo. Al principio me asusté, pero el hombre era amabilísimo. Resultó ser un contrabandista con gran sentido del honor.
"Mi madre es Márquez Iguarán declara, y al decirlo disfruta las vocales marcando bien el acento del final. Probablemente el primer Iguarán llegó de España, se peleó con su gente y se fue a vivir con los guajiros. Los Iguarán ahora son muchísimos. Cuando se reúnen se desarman unos a los otros. También son grandes contrabandistas, pero sanos, no de drogas. Cuando festejan se juntan en círculo y a cada uno, hombres y mujeres, les ponen una botella de whisky delante. Los que más toman son los hombres, pero las más armadas son las mujeres."
Viaje a la fuerza
"En los años cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta, nos jodieron con la maldita vaina de la literatura comprometida. Y uno de buena fe pensaba que tenían razón, porque ésa era la realidad en que vivíamos. Sólo que el compromiso del escritor es con toda la realidad, con la realidad de la vida."
Tal revelación -asegura- le cambió el ángulo de trabajo por completo. "Uno se da cuenta de que cuanto más amplia el compás más puntual es." En esa rebelión estaba cuando, en 1961, la agencia cubana Prensa Latina lo echó de su puesto de corresponsal en Nueva York porque no era comunista. "Tuve que iniciar el viaje de vuelta con mi mujer y mi hijo Rodrigo, que tenía un año, en tren y en autobuses locales por el sur profundo. En cada parada -se entusiasma- dejaba a Mercedes y al niño en el hotel y me metía en los bares buscando toda la negrería de Faulkner.
El viaje en esas condiciones, como casi todo en su memoria, tenía un objetivo, perseguir los paisajes literarios que lo habían conmovido: "Lo que más me sorprendió fue ver desde el tren que los pueblos eran exactamente iguales a Aracataca. Fueron construidos todos por la United Fruit Company como campamentos. Allí me di cuenta de que los novelistas del sur norteamericano pertenecen cómodamente al famoso boom de la literatura latinoamericana. Hay un medio geográfico y cultural con el que está emparentado, que empieza en Alabama y termina en Recife, al norte de Brasil. Y en Colombia só1o está en Aracataca.
"Con La hojarasca, me parecía que había agotado el tema para escribir. Empecé a buscarlo en la realidad del país y se reducía muchísimo. Me faltaba la distancia, la nostalgia. Todo eso lo vi en ese viaje."
Luego, entró a México por Laredo. "En un restaurante de la estación, comimos un arroz a la mejicana y Mercedes dijo: Yo no me voy de un país que hace un arroz así. Hace más de 30 años que vivimos en ese país."
Ahora tiene casas en París, Barcelona, Bogotá, Cartagena, México y La Habana. Tiene un premio Nobel que pudo ofrecerle a su padre, en 1982, como un diploma mejor que el de abogado. Tiene un prestigio internacional que lo convierte en interlocutor de estadistas para mucho más que una tertulia literaria. Además de ideas lúcidas, buen humor, talento, gentileza y picardía, tiene poder. Y en algún sentido, ése es un problema.
Cuando está fuera de la capital mexicana no puede salir sin guardaespaldas. Eso le impide caminar por las calles libremente para no comprometer a sus huéspedes e irritar a sus custodios. Las señoras, señores y niñitos, siempre que hay oportunidad, le ponen un libro bajo las narices para firmar.