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Las muchas celdas  de Cayetano

Sobreviviente de la Peni y de la antigua cárcel de San Lucas, Cayetano Oconitrillo, de 73 años, lleva casi cuatro décadas de estar preso. Así ve la vida y recuerda su pasado.

Estuvo en dos de las más temidas cárceles del país, ya clausuradas: la Penitenciaría Central y la prisión de San Lucas, en Puntarenas. Y sobrevivió para contarlo.

A estas alturas, lleva casi 40 años tras las rejas y, a fuerza de segundos, minutos y horas de confinamiento, ya es parte inevitable del paisaje del sistema penitenciario nacional, como lo son las pistolas, los vigilantes, las paredes de concreto, los barrotes y las celdas mismas. Él lo admite sin dejar de sonreír.

Se llama Cayetano Oconitrillo Solano y tiene 73 años, aunque aparenta menos edad. Estrecha su mano derecha con la fuerza de un muchacho y mira a los ojos de manera desafiante pero respetuosa.

Un metro setenta de estatura, complexión gruesa, manos grandes y callosas. Su cara es la de un abuelo sereno y buena gente. Anda pulcramente rasurado; lleva su pelo corto. Por eso, a primera vista, parece un tranquilo pensionado de esos que caminan por las calles.

Pero no. Casi todos lo saben: las apariencias engañan.

Fue condenado a 25 años de cárcel a principios de la década del 70, como autor de más de 50 estafas, y la cantidad de cárceles donde ha estado recluido asciende a ocho: la Penitenciaría Central; la isla San Lucas; la prisión de Palmares de Pérez Zeledón; La Leticia de Guápiles, cantón de Pococí; La Reforma, en Alajuela; el Centro de Confianza en Guadalupe de Goicoechea; San Sebastián y, actualmente, el Centro del Programa Institucional Adulto Mayor, en San Rafael de Alajuela.

En 1993, aprovechando el régimen de confianza que le permitía trabajar durante el día en un taller del Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT), en Colima de Tibás, se escapó y no regresó más al Centro de Confianza en Guadalupe, donde se encontraba.

Como no tenía dinero, se refugió en La Carpio y allí se convirtió, según sus propias palabras, “en un precarista profesional”.

“Compré unas latas de a fiado en un almacén y me hice un rancho. Reparaba carros y cualquier aparato que me llevaran, desde cocinas hasta refris y planchas. Me ganaba buena platilla y solo salía al centro de San José para buscar mujeres; ellas eran mi debilidad”, confiesa. “No fumaba ni tomaba licor, pero voy a decir la verdad: siempre me pasé la plata por la jareta, nunca me guardé ni un centavo. Por eso andaba siempre limpio”, afirma riendo de nuevo, ante lo que podría ser la más secreta de sus travesuras.

Así, pasó tres años en La Carpio, hasta que, en marzo de 1996, alguien le propuso nuevamente, cambiar un cheque sin fondos. No pudo resistir la tentación. “No sé qué me pasó. Fue una güevonada y me agarraron otra vez”. Y añade: “Antes era más fácil cambiar cheques. Uno se lo daba al cajero y colocaba el maletín en el mostrador para llenarlo de dinero. No hacían tanto mate”.

Lo detuvieron en marzo de 1996, y los delitos de estafa (nuevamente) y corrupción agravada se sumaron a su hoja de vida en una sentencia del 21 de mayo del 2002. Por tales ilícitos descuenta actualmente otros 13 años.

La mañana del pasado 17 de agosto, Oconitrillo aceptó hacer una retrospectiva de su paso por ocho cárceles, un relato en el que alternó momentos de emoción y de profunda tristeza.

Nuestra conversación fue en una oficina del Centro para el Adulto Mayor, en San Rafael de Alajuela, donde empezó a desgranar sus memorias.

Aunque cueste entenderlo, el mundo que hay fuera de la cárcel le parece ajeno y hostil. “Soy una rata de prisión; aquí aprendí a sobrevivir. Afuera, ya no se qué haría”, exclama, cambiando su rostro sonriente por una expresión seria y sombría.

Más de la mitad de su vida ha transcurrido junto a la de cientos de delincuentes de todos los tamaños y calañas. De algunos de ellos –reconoce– aprendió sus peores mañas. “Antes yo no era mañoso”, asegura, tras confesar que lleva años sin llorar, porque allí dentro no hace falta.

De acuerdo con los registros del Departamento de Adaptación Social del Ministerio de Justicia, Oconitrillo es, junto con otro recluso de apellido Jiménez, el último superviviente aún en prisión de la desaparecida Penitenciaría Central, hoy Museo de los Niños, y del penal de la isla San Lucas, clausurado en 1991.

Jiménez no quiso hablar de su larga estadía en prisión; Oconitrillo, sí. Esta es su historia.

Ruptura a los 33 años

Cayetano terminó la primaria a los 13 años y decidió no estudiar más pues quería trabajar en el taller mecánico de su padre, en barrio Luján.

Resultó buen aprendiz y en cuestión de meses había desarrollado intuición y talento. Años después, abrió su propio taller en el barrio Los Ángeles. Recuerda que tenía buenos clientes. “Nunca me faltaron los frijolitos en la mesa”.

Convivía con una mujer “bonita pero enfermiza”, de quien solo recuerda su nombre: Alemar. Era madre de dos hijas, “pero ninguna mía”, aclara. Sin embargo, él les dio su apellido para “ayudarlas”. “No quería que las molestaran cuando fueran a la escuela y vieran que no tenían papá”, alega.

Todo iba bien hasta que, en una fecha que no precisa, en 1969, compró un carro con placas guatemaltecas y lo desarmó para venderlo en piezas.

Días después, fue detenido y enviado a la Penitenciaría Central. Por tratarse de una persona sin antecedentes criminales, lo ubicaron en el pabellón este, con gente “todavía sana, detenida por pensiones y delitos menores”. “Me dejaron seis meses preso mientras investigaban. Al final, me liberaron por falta de pruebas”, recuerda. Pero cuando salió, ya venía con “algunas mañas”.

Uno de los convictos, de nombre Carlos, con quien hizo amistad, lo buscó en 1971 para ofrecerle el “negocio de su vida”.

“Tenía que cambiar cheques y me dejaría la mitad de las ganancias. Si me detenían, él se haría cargo de mi familia. Yo acepté por ambición. Eran otros tiempos y en los bancos solo pedían la cédula, así que cuando me di cuenta, había amasado alguna platilla”, agrega.

Su socio lo convenció de que saliera a otros puntos del país “para despistar”, y de esta forma, empezó un recorrido delictivo por Limón, Puntarenas y Guanacaste. No recuerda en qué gastaba el dinero pero, “a como venía se iba. Nunca ahorré nada”.

Lo detuvieron en 1972 y, tras un tiempo en la Peni, decidió asumir toda la culpa en el juicio para salvar a Carlos y a tres de sus cómplices, quienes reiteraron la promesa de cuidar a su familia. Mas nunca lo hicieron.

Tantas décadas después, Oconitrillo afirma que no les guarda rencor. El tiempo se ha encargado de borrar de su mente hasta sus apellidos y las direcciones de sus casas. “Ya me comí el canazo, que Dios los perdone; yo los olvidé hace tiempo”, insiste antes de dejar un tema del que evidentemente no desea hablar.

Su primera prisión

En palabras cortas, ha sido un presidiario ejemplar. Cae bien, es discreto y no se involucra con nadie. Su meta es sobrevivir, de modo que no considera su problema lo que pase a su alrededor.

“Aquí, lo primero que se aprende es a vivir y dejar vivir, esa es la ley de la sobrevivencia. A mí nunca me dieron de puñaladas y tampoco me violaron, como a otros”, exclama sin perder la sonrisa ni el brillo de los ojos.

Sus días de encierro empezaron en la antigua Penitenciaría Central, adonde fue enviado en la década de 1970.

Para entonces, eso equivalía casi a una condena a muerte debido al hacinamiento en que convivían unos 2.000 reos, entre ellos, los más peligrosos y sanguinarios de Costa Rica.

Registros policiales de la época dan cuenta de que algunos mataban solo por placer o por aburrimiento.

En esa cárcel, Oconitrillo dice haber conocido a presos que disfrutaban jugar futbol con las vísceras de otro presidiario caído en desgracia, casi siempre alguno a quien atribuían una indiscreción.

Los nombres de las víctimas o de quienes cometieron fechorías de tal calibre, esos sí se los reserva, así como sus apodos, porque “a los muertos hay que dejarlos en paz, y a los que están vivos, con más razón”, manifiesta.

Pero insiste en que muchos de los que fueron brutalmente asesinados murieron por “soplones”. “Y eso se paga con la vida aquí y en cualquier prisión del mundo. A los sapos nadie los quería, los mataban a golpes y después los partían en pedazos. Hoy también matan a los soplones”, dice con toda naturalidad.

Por eso, Cayetano aprendió a existir como una sombra, sin meterse con nadie, y así se le ha pasado el tiempo y la vida.

“Aquí uno se hace viejo muy rápido”, se lamenta.

Privilegios

En medio de las condiciones propias de una vida sin libertad, podría decirse que es un hombre con suerte. Cuenta que, apenas entrando a prisión, el entonces director de la Peni, de apellido Campos, tenía su vehículo varado. Alguien le contó que Oconitrillo “era un arrecho”, y este lo buscó para que se lo reparara. Lo dejó listo “en un abrir y cerrar de ojos” y, de esa manera, se ganó su confianza y algunos privilegios.

Por ejemplo, le permitieron trabajar en el taller de la Peni, ubicado cerca de la entrada principal, donde permanecía de lunes a sábado, de 6 a. m. a 6 p. m. Precisamente por esto, nunca tuvo problemas por la violencia de los reos con quienes convivía.

“La tenía toda. Con decirle que a veces me dejaban ir a la casa, en barrio Los Ángeles, para dormir con mi mujer. Fueron como seis veces. Yo le caía bien al director y a los guardas. Era un chineado”, dice con orgullo.

De lo que, afirma, sí tiene muy malos recuerdos, es de la comida. “Era siempre lo mismo: arroz hecho una masa, frijoles con piedras, a veces fideos duros y pedazos de chayote... y todo condimentado con cucarachas. Ese era el menú y no se podía uno quejar con nadie. Era comer o morirse de hambre”, relata.

“La Penitenciaría era la sucursal del infierno”, asegura Oconitrillo, a quien la permanencia ahí le cambió para siempre su forma de ver la vida. Se hizo un hombre solitario, de pocas palabras, que prefería trabajar en el taller del penal hasta caer la noche para lograr conciliar el sueño pese a los gritos y el llanto de otros reclusos.

Hasta que llegó el día de la mudanza... “Me metieron esposado a un bus y dijeron que me llevarían a San Lucas. Decían que era el peor lugar del mundo, pero yo todavía extraño esa isla”, exclama visiblemente emocionado. (Ver recuadro “San Lucas fue mi paraíso”).

Según consta en un informe de Javier Carvajal Alvarado, director de la cárcel para el Adulto Mayor, donde hoy permanece, “Cayetano Oconitrillo es una persona que se relaciona adecuadamente con sus iguales y logra ajustarse satisfactoriamente a la normativa institucional”. Añade que en su expediente administrativo no constan reportes o informes en su contra.

De portarse bien, podrá disfrutar de libertad condicional a partir del 19 de agosto del 2015... con 78 años sobre sus espaldas y medio siglo de vida en prisión.

Solo y anclado en el tiempo

Cuando hace un balance de su presente, su relato se cubre de sombras y silencios al confesar que nadie lo visita desde hace 14 años.

Si bien es el quinto de nueve hermanos y, por ende, tiene sobrinos y primos, asevera que a él nadie lo quiere. “Son muchos años de no verlos y se olvidan de uno”, dice, al tiempo que su cara muestra resentimiento y dolor.

Por eso, aparte de ser el reo con más años en prisión, se considera el más solitario.

Ve poca televisión y no lee periódicos, pues –sostiene– no le interesa saber qué pasa en un país donde nadie lo quiere ni lo extraña; donde prácticamente podría decirse que no existe.

Los teléfonos públicos de la prisión actual –donde convive con 119 reos, todos mayores de 65 años– nunca timbran para él.

Ni siquiera recuerda quién lo visitó por última vez, aunque pudo haber sido un pastor evangélico que le habló de Dios.

En aquel momento, la intención del predicador fue vana. Sin embargo, hace cinco años dice haberse encontrado con Dios y ahora lee la Biblia a diario.

Encerrado entre cuatro paredes, el tiempo se detuvo para él. Es por ello que sigue hablando de los teatros Adela, Rex y Castro, “que quedan allá por Plaza Víquez”...

Tampoco sabía que desaparecieron los prostíbulos que frecuentaba, especialmente uno ubicado en el segundo piso de un edificio al costado oeste del Parque Central. Era su favorito, recuerda, porque hasta pista de baile tenía.

“Allí llegan las mujeres más lindas de la capital, viera qué cuerpazos”, agrega en presente.

Tras su primera condena, de 25 años, nunca supo nada más de Alemar. Igualmente le perdió la pista a Virginia, otra mujer con quien procreó un hijo varón, de nombre Eglyn.

Él es la única persona de quien quisiera tener alguna noticia hoy. Hace 30 años, la vida parece haberlos separado para siempre, pero el padre asevera: “antes de irme para el otro lado, necesito saber de él” (ver nota “El hijo perdido y hallado”).

Han transcurrido cuatro horas de entrevista y cualquier otra persona estaría cansada. Pero no Cayetano, quien parece no querer despedirse.

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