Hace 95 años, cuando en San José todavía se podían observar volantas tiradas por caballos y niños descalzos en pantalones cortos, jugando a sus anchas por las calles, una señora llamada Adele envió una postal a su amiga Abigail, quien vivía en Amesbury, Massachusetts.
Con cuidadosa letra cursiva, esta mujer describió en aquel trozo de cartón lo bella que era la capital de Costa Rica y lo mucho que le agradaba estar en estas tierras. " Todo está circundado por montañas y volcanes. Esta mañana visité el segundo mejor Teatro de la Ópera del mundo: el Teatro Nacional. Me hubiera gustado escuchar una ópera allí, pero no hay ninguna en esta temporada .", termina diciendo Adele, ese 1° de abril de 1911, al dorso de una tarjeta que muestra la antigua estación del ferrocarril al Atlántico.
Mas el orgullo por esta patria no solo había contagiado a esta mujer. A principios del siglo XX, ya existía en el país una pujante industria de postales que intentaba dar cuenta de cómo era el estilo de vida de los costarricenses, lo generosa que había sido la naturaleza con esta tierra y el esfuerzo que hacía el pueblo para levantar verdaderas joyas arquitectónicas.
De eso da fe el libro Costa Rica, imágenes e historia. Fotografías y postales 1870-1940 , una obra del filatelista Álvaro Castro Harrigan y su hermano Carlos, especialista en fotografía industrial y artes gráficas.
En 191 páginas, un total de 201 postales en blanco y negro son un viaje al pasado; un reencuentro con un país muy diferente al actual, donde la tranquilidad se respiraba por las callejuelas empedradas, los cafetales y las hacien-das campesinas.
Lecheros repartiendo su producto a caballo; vendedores de gallinas con las canastas de mimbre sobre la cabeza; jornaleros exhaustos, de regreso a su hogar; mujeres de pueblo haciendo tortillas; yuntas de bueyes en el pleno corazón de San José; el tranvía cruzando con señorío la Avenida Central, o la sencillez de una familia campesina ataviada con sus trajes de domingo, son algunas de las postales del libro.
Pero las imágenes no solo revelan cómo era la capital antes. También hay estampas que evocan el lúgubre ambiente de Cartago después del terremoto de 1910 y muestran cómo los habitantes de aquellos años aglutinaron a sus muertos en la plaza del cuartel. También se aprecia la forma en que se quebraron los nichos del cementerio y los huesos y calaveras quedaron al descubierto.
Las fotografías reflejan, de igual manera, la quietud de una incipiente ciudad de Juan Viñas; las palmeras que desde siempre han engalanado el parque Vargas, en Limón; el fatigoso trabajo en una bananera; la perfecta construcción cónica de un palenque indígena en Talamanca, o el rústico muelle de Puntarenas, en los albores del siglo pasado.
La mayoría de las postales tienen el sello indeleble del tiempo: papel amarillento, bordes maltratados, daños provocados por reacciones químicas o agujeros producto del comején o la humedad.
"Yo siempre ponía mis postales con la cara hacia abajo, pero un día me di cuenta de que la gente se interesaba muchísimo en las imágenes y me decía: 'Qué bonitas fotografías'.
Entonces, decidí que había llegado el momento de mostrarlas boca arriba y sacarlas del álbum", detalló Álvaro Castro, quien, junto a su hermano, ya se prepara para lanzar un segundo volumen, pues todavía tiene otras 2.000 tarjetas.
La mayoría de ellas las recuperó don Álvaro en el extranjero, mientras recorría "mercados de pulgas" y otros negocios donde se venden estampillas y postales de todas partes del mundo.
Una industria pujante. De acuerdo con el filatelista, las postales que conforman su colección fueron obra de los más destacados fotógrafos de la época.
Entre ellos, cabe citar a C.A Rocke, Harrison Nathaniel Rudd (quien permaneció en el país durante cuatro décadas, desde 1873), L.M. Castro y especialmente Manuel Gómez Miralles, un icono en la fotografía de la Costa Rica labriega y sencilla donde vivieron nuestros abuelos.
Con sus cámaras al hombro, estos artistas recorrían el país de punta a punta para captar las mejores imágenes y venderlas a los empresarios que, en aquel momento, intentaban sacar a flote el negocio de las tarjetas postales.
Tal era el caso de doña María V. de Lines, quien en la Avenida Central, tenía una librería llamada La Española, famosa por vender postales de todo tipo (las de tamaño estándar de 9x4 centíme-tros, las dobles o triples y las de bordes blancos, con división o sin ella) y a distintos precios.
Por ejemplo, con un colón se podían adquirir allí diez tarjetas sencillas o dos catalogadas como "especiales".
La mayoría costaba entre medio y tres francos (entonces, el colón equivalía a 50 centavos oro americanos ó a 2 y medio francos franceses).
Le hacían competencia las imprentas Alsina y Canalías, esta última en Limón, "con excelentes trabajos", relata Álvaro Castro, quien se ha dado a la tarea de investigar el tema.
La papelería La Express también vendía tarjetas con imágenes de fotógrafos prestigiosos como F. Pozuelo, (puntarenense), Manuel Velásquez (de Limón) Luis Robert y los famosos hermanos Paynter, unos ingleses que se establecieron en José a fines del siglo XIX.
Igualmente, las postales se podían adquirir en las librerías Sauter-Lehmann y Universal, que aún existen, y en otros negocios de impresión más pequeños como Foto Sport, Tormo y el que tenían las hermanas Jiménez, o los extranjeros E.C Kropp y Webster.
Para producir las tarjetas postales, se utilizaban antiguas técnicas de impresión. Tal es el caso de la fototipia, el heliograbado, la cromolitografía y el bromuro de plata, explicó Carlos Castro, quien durante la producción del libro y, ayudado con tecnología moderna, se encargó de extraerle a los originales detalles que no se apreciaban a simple vista.
El matasellos del correo local (de donde fue enviada la postal), el matasellos del destino postal, la fecha de emisión de la estampilla o los datos que ofrecía el remitente, fueron indispensables para ubicar las imágenes en el tiempo y en el espacio.
Durante el proceso de recopilación y análisis de las tarjetas, los autores del libro descubrieron que el destino más común era Europa; sobre todo, Alemania, Bélgica, Francia, Inglaterra y, en menor grado, España y Portugal.
"Era de estos países de donde provenían los principales inmigrantes, que se dedicaron a sembrar café, banano y cacao; o bien pusieron sus propios negocios. Todos se comunicaban con sus familias, al otro lado del océano", explica don Álvaro.
Sin embargo, también encontraron gran número de tarjetas enviadas a los Estados Unidos, principalmente de socios y empleados de la United Fruit Company, compañía que desarrolló la industria bananera en Costa Rica. Aquellas dirigidas a personas en América del Sur, África, Asia y Oceanía, fueron las menos.
Aunque el objetivo fundamental de las postales era mantener contacto con familiares y amigos, muchos costarricenses las utilizaban para mostrar a su país con orgullo.
Acostumbrada a intercambiar postales con otros cartófilos del mundo, esta mujer envió , el 1° de enero de 1903, una vista panorámica de Limón al señor L. Haanen de Holanda.
En ella le dice: " Esta tarjeta vale por tres de las suyas: representa Puerto Limón, una pequeña ciudad en crecimiento, de 4.000 habitantes, en el océano Atlántico ".
Lo que jamás imaginó es que, 103 años más tarde, su postal llegaría a ser admirada por las nuevas generaciones de costarricenses y se convertiría en una muestra clara de cuánto ha cambiado Costa Rica desde entonces.