“Unas rayas azules que se prenden con delicadeza a una espalda de chiquilla y unas rayas blancas, blancas como un pañal de Belén, urden por la calle y, como en una prodigiosa geometría, la personalidad pintoresca de una linda colegiala. El doblez de la enagua azul se arrebuja en el tejido y a su vez esconde una levísima costura. Tras él, la línea suave y tendida del punto sesgado de una media negra para rematar en los pies más presurosos y que solo saben un camino de memoria: el del Colegio”.
Claudia Cascante de Rojas Suárez es la autora de ese texto, publicado en el periódico La Prensa Libre, en 1938.
La institución a la cual se refiere es el benemérito Colegio Superior de Señoritas, y la descripción tan particular que hace es la del emblemático uniforme de sus alumnas.
Si algo caracteriza a este colegio –fundado hace 123 años–, es el atuendo tan curiosamente descrito por doña Claudia. La capital no sería la misma sin el desfile de las jovencitas del Seño desperdigando a su paso las rayas del uniforme.
El 16 de marzo de 1907, esa institución declaró obligatorio el uso del uniforme, pues desde su fundación –en 1888– las alumnas asistían con ropa particular.
“Los lujosos vestidos, las finas batistas y los aristocráticos tafetanes hablaban de un hogar en donde la riqueza prendía sus afectos. (...) Y mientras... acudían también las niñas pobres; sus vestidos, de humildes telas, se escondían y palidecían a la sola mirada de las sedas”, narró doña Claudia.
Un colegio donde convivían alumnas de todas las clases sociales no podía permitirse esos contrastes tan notorios. Por eso, cuando la alumna Ester Castro llegó una mañana de 1905 con un vestido confeccionado por su mamá, las profesoras no dudaron en preguntarle quién y cómo le había hecho aquel traje.
Dos años después, el atuendo (una blusa de rayas azules y blancas, con una corbata y enagua del mismo color), se convirtió en el uniforme oficial del colegio.
Dicen que aquel uniforme cosechó un sinfín de comentarios. Por supuesto, había quienes lo apoyaban y quienes lo criticaron ferreamente. Según estos últimos, “parecía un uniforme de reo”. Hasta un sacerdote se vio obligado a pasar, aula por aula, a convencer al estudiantado de aquellos años para que vistiera el nuevo uniforme.
El atuendo ha tenido de todo: enaguas de paletones, corbata, cintillo, pañuelo, botines, botas y hasta sombrero, para el momento en que las jovencitas salían a la calle. Era muy usual que los puños de rayas estuvieran bien engomados, y que las medias fueran de hilo mercerizado, lo cual le daba brillo al tejido.
Las alumnas del Señoritas han defendido a capa y espada el símbolo que las identifica y distingue de los demás estudiantes de secundaria del país, comentó Olga Leighton, encargada de los cuerpos de marcha del colegio.
Hubo dos momentos en que el Ministerio de Educación Pública (MEP) intentó imponer el uniforme único, azul-celeste. Las alumnas –apoyadas por estudiantes del Liceo de Costa Rica–, se opusieron con energía, logrando su cometido.
Con el transcurso del tiempo, aquel vestido de Esther Castro que tanto llamó la atención de sus profesoras ha sufrido varias adaptaciones. Alrededor de ocho diferentes versiones se han lucido por los pasillos colegiales.
Las 1.140 alumnas que en la actualidad se forman en esas aulas, disminuyeron bastante el largo de la enagua, usan blusa a rayas pero de manga corta, y un pequeño cintillo alrededor del cuello de la camisa. Solo las de quinto año tienen el privilegio de lucir la pañoleta negra.
Además, las medias son blancas y ya no usan los botines de cuero negro.
La necesidad de esos cambios surgió en 1973, sobre todo por razones económicas. Al final de cuentas. como bien narró Claudia Cascante: “Esas rayas no podrían faltar nunca más en el bullicio de la ciudad. Son nuestras. Son viejas. Tienen su historia”.