La libertad de expresión es uno de los pilares de las sociedades democráticas, sin embargo, esta no es absoluta, debe ejercerse con responsabilidad y acatando los límites impuestos por la ley. En nuestro país, uno de estos límites está claramente definido por el artículo 28 de la Constitución, en donde se prohíbe “'hacer en forma alguna propaganda política por clérigos o seglares invocando motivos de religión o valiéndose, como medio, de creencias religiosas”.
También el nuevo código electoral, en su artículo 136 es claro: “Es prohibida toda forma de propaganda en la cual, valiéndose de las creencias religiosas del pueblo o invocando motivos de religión, se incite a la ciudadanía, en general, o a los ciudadanos, en particular, a que se adhieran o se separen de partidos o candidaturas determinadas”.
Los artículos citados forman parte del conjunto de frenos y contrapesos diseñado por los constituyentes del siglo XIX, y mantenido acertadamente hasta hoy, para resguardar la libertad del sufragio y evitar que la ciudadanía sea manipulada con sus creencias religiosas a la hora de ejercer el voto. Esto constituye otro de los pilares fundamentales de la democracia moderna: la separación entre la religión y el Estado.
Irrespeto. Con su llamado directo a no votar por los políticos que, en su criterio “'niegan a Dios y defienden principios que van contra la vida, contra el matrimonio y contra la familia”, hecho además en medio de una concurrida actividad religiosa, el obispo Ulloa cruzó una delgada línea que debe respetarse en una sociedad pluralista y diversa como la nuestra.
Debe también tomarse en cuenta el contexto en el que se da este llamado: el país estaba por iniciar la campaña electoral, los partidos políticos ya tenían definidos sus candidatos tanto para presidente como para diputados, y estos ya habían expresado su posición respecto a proyectos de ley rechazados por la jerarquía católica.
Es innegable que por su condición de obispo, Mons. Ulloa se encuentra en una posición de poder y autoridad capaz de ejercer influencia en la voluntad de quienes escuchan su mensaje. Incluso, el código de Derecho Canónico, que rige a los católicos, en su canon 212, establece que los fieles “'están obligados a seguir, por obediencia cristiana, todo aquello que los pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como rectores de la Iglesia”.
Esto no escapó a la vista de los entonces candidatos a diputados por el Partido Liberación Nacional, quienes apenas unos días después de las palabras del obispo y la difusión de estas en distintos medios de comunicación nacionales, expresaron en un campo pagado en La Nación, su compromiso, de quedar electos, a “enterrar” uno de los proyectos polémicos, el que pretendía reformar el artículo 75 de la Constitución para eliminar la confesionalidad estatal.
El peso y la influencia del llamado del obispo en el proceso electoral es más que evidente.
El artículo 28 de la Constitución, no es una “odiosa discriminación”; este no solo aplica para clérigos católicos. Es uno de los pocos instrumentos existentes en el país para hacer valer la sana separación entre la religión y el Estado. Es vigente y necesario para garantizar el ejercicio pleno y libre del sufragio de parte de los electores de todas las confesionalidades, y para darle libertad a los legisladores y a quienes aspiren a serlo, de desempeñar su función a cabalidad sin verse amedrentados por el posible costo político que vaya a tener el apoyo a proyectos que estén en contra de las enseñanzas de un credo religioso, pero que representan una necesidad real y urgente para sectores minoritarios que también forman parte de la sociedad.
Invito a los lectores que deseen formarse un criterio en este tema, a revisar el fallo completo en el sitio web del TSE: http://www.tse.go.cr/juris/electorales/3281-E1-2010.html.