El rasgo que más conserva de su infancia es su timidez -quizá lo único- porque ahora es alto y fornido. Sin embargo, su aspecto no abandona un aire de precocidad.
Fidel Gamboa es una ficha curiosa de la música costarricense, en la que ha actuado desde hace más de 20 años. Comenzó de niño con una guitarra que intentaba hacerse de alguna melodía guanacasteca; luego vino un pequeño clarinete, que dejó tirado por un embriagador saxofón. De este último no ha logrado desprenderse, a pesar de tener manos pequeñas. "Creo que como intérprete me queda poquito (ríe)... Estoy medio retiradón", exclama sin convencerse.
Fue profesor universitario durante 10 años, época de ebullición en su propia carrera autodidacta: "Tocaba con grupitos de jazz en cuanto cuchitril te podás imaginar".
Actualmente, Fidel Gamboa es tan conocido en el medio musical del país, que la mayoría de grupos de cámara y jazz reconocen su firma. Su experiencia lo ha convertido en una referencia; por esto, si hubiera que concentrar en una palabra el sentimiento que su trabajo despierta en sus colegas, esa palabra sería "respeto": un profundo respeto.
Fidel es un artista que siempre termina colando sus aportes. Lo ha hecho en la danza y en el teatro, en la publicidad, y últimamente, con mayor frecuencia, en las producciones audiovisuales.
La Suite Lorca para quinteto de vientos y voz, de su autoría, no es, entonces, una excepción. Este trabajo, "pequeño", sobre música popular española, se estrena hoy en el Teatro Nacional: justo, la oportunidad que buscábamos para robarle unas palabras.
-Hablemos de su momento actual.
-Lo primero que hago es bañar a mis hijos... (ríe). Bueno, desde hace como ocho años trabajo muy ligado a la producción audiovisual, musicalizando comerciales, documentales, jingles... Esto me permite vivir y dedicar algo más de tiempo a proyectos que no tienen contenido económico: películas, videos, música de cámara (arreglos y composiciones)... No estoy tocando con nadie: he vuelto a componer canciones. Estoy en esas.
-Sus diferentes incursiones en la música, ¿han dividido también sus aspiraciones?
-(Piensa) Hay que sacar mucho tiempo para tocar jazz; tengo familia, dos hijos, y a veces prefiero quedarme en casa. El problema es que, dentro de la composición, ¿qué hago? Componer canciones es lo que más me agrada, pero es lo que más me cuesta, porque letra y música se van haciendo la una a la otra. Creo que tengo más facilidad para hacer música pura.
-¿Nunca le temió a las nuevas tecnologías aplicadas a la música?
-Yo empecé viejo. No le tuve miedo, pero me costó mucho entrarle. Creo que uno tendría que ser capaz de oír primero la música en la cabeza sin tener necesariamente que tocarla en una guitarra o un piano. Procuro componer (a mano) por lo menos 16 compases semanales, aunque no me sirvan para nada: eso es manejar lenguaje. Sin embargo, la tecnología en la música es algo maravilloso; te potencia el trabajo.
-¿Qué es lo insustituible?
-La sangre es lo que no se puede sustituir.
-¿Qué papel ha jugado la disciplina?
-Soy un hombre muy desordenado, y he luchado, con disciplina, para subsanar lo tremendamente despistado y desordenado que soy; no lo he logrado todavía. Para la lectura soy obsesivo. Soy disciplinado para la audición, cuando compongo, cuando grabo. Soy puntilloso.
-¿Y la inspiración?
-No creo mucho en ella. Para la música pura me sale con facilidad porque tengo oficio. No soy un hacedor de canciones con oficio. Me cuesta mucho escribir porque me cuesta mucho evitar los lugares comunes. La inspiración en la composición es una cosa de ludismo, de aprestarse al juego, de estar dispuesto a jugar con 12 notas que nuestra música occidental resiste.