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Los 50 años de Millón

Hace medio siglo, Costa Rica vio nacer a su habitante número un millón. Hoy, cuando ya superamos los cuatro millones de ticos, aquel ciudadano cuenta qué ha sido de su vida. Esta es la historia de Elbert Núñez Artavia, quien emigró a EE.UU. resentido con su país

Cuando sus padres lo llevaron por primera vez a San José, no había cumplido ni el mes de nacido, pero ya era el bebé más famoso de Costa Rica y cientos de personas se aglutinaban por fuera del hotel Balmoral, el antiguo teatro Raventós o la botica Mariano Jiménez para saludarlo, aunque fuera de lejos. Todos, hace cincuenta años, querían conocer al niño con cuyo nacimiento se completó el millón de habitantes en el país.

Elbert Núñez Artavia había venido al mundo el 24 de octubre de 1956, en el desaparecido pueblo de Tronadora, en Tilarán de Guanacaste. Sus papás, Antonio Núñez González (ya fallecido) y Elisa Artavia Alvarado no se imaginaban que su sexto hijo sería el bebé ganador del concurso que en por aquellos días promocionaba, con bombos y platillos, la extinta radio Atenea y la Dirección General de Estadística y Censos.

Funcionarios de esta institución habían hecho una serie de cálculos partiendo de la premisa de que nacían cerca de 140 bebés al día. Según sus estimaciones, el niño que naciera en el puesto 34 el día 24 de octubre, sería el ganador. El alumbramiento de Elbert se produjo a las 5:55 de la mañana, un minuto después de la hora que –de acuerdo con los cálculos realizados– se había previsto.

Llamativos anuncios y algunas notas periodísticas informaban de que en cualquier momento nacería el ciudadano número un millón. Este recibiría gran cantidad de premios, lo mismo que el concursante (podía ser “un estudiante, un oficinista o un agricultor”, decían los anuncios de radio Atenea…) que más cerca estuviera en sus predicciones.

¿Qué día y a qué hora nacerá?, ¿en qué lugar del país?, ¿será hombre o mujer?, ¿tendrá un hermano gemelo?, eran algunas de las interrogantes con las que exhortaban a la población a participar.

Mientras todo esto ocurría, el matrimonio Núñez Artavia se mantenía ajeno a toda la expectativa que hervía en la capital, tratando de sacar adelante a su numerosa familia con las ganancias de una barbería-sastrería-pulpería que habían montado en su humilde vivienda de madera.

Un gran barullo. Como ocurrió con los otros niños de la casa, Elbert nació en su hogar y fue recibido por una comadrona. El nuevo miembro de la familia fue inscrito hasta diez días después, cuando don Antonio encargó de ese engorroso trámite a su hijo mayor. Quizá por eso es que su nombre aparece con distintas grafías. En el Registro Civil está como “Elbert”, pero en los periódicos de la época le llamaban “Elyer” o “Elvert”.

“Recuerdo que papá me dio un papelito escrito a mano con los datos de mi hermano: el día y la hora en que había nacido y el nombre que le íbamos a poner. Yo me fui a la agencia principal de la policía y ahí copiaron todo en un libro que seguramente mandaron a San José”, rememora Fulvio Núñez, quien en aquel momento tenía 12 años.

El día en que se enteraron de que Elbert se había convertido en el “niño millón”, nadie podía creerlo en Tronadora, pues siempre se pensó que el esperado bebé nacería en la capital, donde eran mayores las posibilidades debido a la densidad de población. Por eso, los pocos vecinos armaron una gran fiesta y el cantinero autorizó barra libre.

En vista de que aún no había televisión, la noticia la escucharon por la radio. Los locutores, en tono ceremonioso, dieron a conocer el nombre del niño y el de sus padres, según los datos recabados por Estadística y Censos.

“De pronto comenzó a sonar una música rarísima, como de trompetas, y a mí se me puso la piel de gallina porque en el pueblo varias mujeres nos habíamos mejorado en esos días. Me fui a buscar al niño que dormía en la cama. Era flaquito y todo largote. Lo abracé y me quedé quieta un rato. No sabía cómo reaccionar. Unos días después nos telefonearon y nos confirmaron el asunto”, relata doña Elisa, quien a sus 89 años y radicada hoy en Guápiles, conserva aún en su memoria todos los detalles de esa historia.

Cómo no iba a recordarlos, si ella, junto con su marido, fueron los invitados especiales en las muchas recepciones que se celebraron a lo largo de dos semanas para homenajear al “niño millón”. Aunque tuvieron que costearse el pasaje de autobús desde Tronadora, ya en San José los representantes de radio Atenea los hospedaron en el hotel Balmoral, donde tuvieron lujos y atenciones en abundancia.

“Nos pusieron dos empleadas, una para el niño que lo bañaba y siempre lo tenía muy presentadito, y otra solo para mí. La mía se llamaba Miriam. Los organizadores nos llevaban a comer y a escuchar música. También fuimos al teatro Raventós para mostrar al chiquito, y a la Casa Presidencial, donde nos atendió personalmente el presidente José Figueres y su señora, doña Karen. Hasta nos tomamos fotos con ellos, pero ya no las encuentro”, cuenta doña Elisa con orgullo, pese a que durante aquellos días no pudo dejar de pensar en el “chiquillero” que había dejado en su pueblo, al cuidado de la abuela.

Lo bueno es que el matrimonio regresó a casa repleto de regalos. Por ejemplo, el almacén El Globo obsequió al bebé un moisés celeste, un coche de mimbre y una canasta; La Dama Elegante le donó ropa, y las empresas Numar y Ovomaltina (que producía un tipo de chocolate), le enviaron productos a domicilio durante todo el primer año.

Igual ocurrió con una marca de leche de fórmula, la SMA, que sirvió para “nutrir” al resto de los niños de la familia, incluyendo a Ólger, el menor, quien nació un año y medio después de Elbert (probablemente guardaron las latas, “para rendirlas más”).

El regalo más atractivo de todos fue un bono de ¢1.000 que les entregó la Compañía Nacional de Fuerza y Luz el 14 de noviembre de 1956, precisamente el día en que se hizo la presentación oficial del niño en el teatro Raventós. Allí, con un auditorio repleto, el representante de esa entidad, “el señor Delgado” (como se reseña en La Nación del 18 de noviembre de 1956) , felicitó al recién nacido y le auguró un futuro promisorio. Luego, le pegó en su camisita una especie de dibujo engomado de “un risueño y simpático Reddy Kilowatt ”, la mascota de la Compañía.

“Todo eso fue flor de un día, porque cuando crecí ya nadie me brindó apoyo. Dice mi mamá que me ofrecieron una casa, una vaca para que me alimentara bien y hasta los estudios, pero qué va, todo eso quedó en nada”, comenta Elbert, quien hoy, a sus 50 años recién cumplidos, vive en Nueva Jersey, Estados Unidos. ( Ver nota: “Me fui muy resentido” ).

De vuelta a la realidad. Los primeros años de Elbert en su pueblo natal fueron bastante ajetreados. Los políticos de turno que visitaban el sitio siempre lo saludaban y lo exhibían en brazos. La gente lo reconocía adonde quiera que iba y ya nadie lo llamaba por su nombre, pues para todos él se convirtió en Millón , un apodo con que todavía se dirigen a él amigos y familiares.

“Cada octubre, para la fecha de su cumpleaños, nos llevaban a San José y nos tomaban fotos para salir con él en el periódico, dizque para mostrar cómo iba creciendo. Nos ponían a la par de un caballito de madera. Creo que eso ocurrió hasta que mi hermano cumplió siete u ocho años”, recuerda Idalia, la hermana de Elbert y actual encargada de cuidar a doña Elisa, en Cariari de Guápiles.

Varios años antes de que el pueblo de Tronadora desapareciera para dar paso al complejo hidroeléctrico Arenal, la familia Núñez Artavia se había mudado al centro de Tilarán, donde don Antonio logró emplearse en Acueductos y Alcantarillados. Más adelante, por esos azares de la vida, se vieron en la necesidad de emigrar a San José, primero a Hatillo y después a Alajuelita.

En la escuela de San Felipe, Elbert concluyó la primaria y aunque no fue un estudiante sobresaliente, quiso continuar la secundaria en el colegio Roberto Brenes Mesén.

Sin embargo, la sorpresiva muerte de su padre, en 1972, a causa de “un extraño microbio”, le cambió la vida. A los 16 años tuvo que abandonar los estudios.

Cuesta arriba. Millón se convirtió en el hombre de la casa. Desde muy jovencito, comenzó a trabajar como repartidor en una panadería. Pero como todo era tan difícil y la situación económica se le complicaba, buscó otros empleos. Él siempre ha sido muy luchador”, asegura Idalia.

Durante varios años, Elbert laboró como taxista, de hecho, fue uno de los primeros choferes de Coopeguaria.

Más tarde, vivió varios años en La Aurora de Heredia y después, en El Alto de Guadalupe y en Quesada Durán, junto con su primera esposa, Cristian del Socorro Acevedo, de quien se divorció en el 2000.

Aunque de vez en cuando los periodistas lo contactaban para desempolvar su caso, Millón no había querido, hasta ahora, conceder entrevistas.

Según dice, perdía tiempo valioso de su trabajo y, después de los artículos, nadie le ofrecía ayuda. Es más, dice que alguna vez, una periodista se llevó unas fotos de cuando él era bebé y nunca se las devolvió.

Como no levantaba cabeza y se sentía frustrado en su patria, un buen día decidió probar suerte en otro país. Así fue como, hace seis años, tomó un avión y se enrumbó hacia Estados Unidos, en pos del “sueño americano”.

Hace 50 años, su nacimiento parecía el principio de un cuento, pero ¿a partir de qué cuándo, en la trama, se empezará a tejer el final feliz?

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