Había una vez un recinto solitario, de piso de tierra y paredes de madera. Se ubicaba un kilómetro al norte del Salón París, en Cartago, en un territorio cubierto de potreros, al lado de una calle de piedra, larga y polvorienta.
Pasaban por allí solo unos trillos para andar a pie. Cuando el sol comenzaba a ocultarse y la neblina se apropiaba del paraje, el escondrijo cobraba vida en el silencio nocturno.
Lo que allá acaecía no era ningún secreto. El local se ganó fama como el primer prostíbulo de la vieja metrópoli. Era barato y su ubicación insospechada lo hacía apropiado para quienes lo visitaban en secreto.
Cada noche, el pequeño bar se convertía en la más concurrida estación de El Carmen de Cartago, que para entonces aún no llevaba el sustantivo de barrio. Aquella era la única edificación a la redonda.
En la entrada, de pie y con una mano extendida, Hortensia de Jesús Porras Mora –mujer de armas tomar y bien plantada– le cobraba ¢1,50 a todo aquel caballero que quisiera entrar.
Sin paga no había servicio, mas para aquellos que desembolsaban la cuota, había cinco o seis mujeres que atendían a la clientela. Había que esperar a que alguno de los cuartos se desocupara, por lo que era común ver a varios varones haciendo fila.
“¡El que sigue!”, gritaba
Los aposentos más finos tenían una velita, pero eso no era lo único que se encendía entre las cuatro paredes. En los otros cuartos, no había más que una cama rellena de paja y una bacinilla para el aseo personal de las mujeres al concluir su labor.
Apenas comenzaba la década de 1950 cuando el bar de
“Del negocio vivíamos todos”, asegura Carlos Porras Mora, el menor de los tres hijos de Hortensia, o
Carlos tiene 77 años de edad y una pronunciada calva. Vive en San Rafael de Quircot, en la casa donde falleció su madre a los 96 años, el 1.° de diciembre del 2005. En las paredes de la sala, las fotos de
Cuando la famosa cartaginesa falleció, la acompañaban su familia y la pobreza en la que estuvo sumida durante sus últimas dos décadas de vida. Cuenta Carlos que hace unos 35 años un hombre con quien ella formó pareja “ “vendió el bar por una miseria y
Él no recuerda con exactitud la fecha en la cual su progenitora adquirió el local, pero todavía precisa que su madre desembolsó ¢35.000 para comprar la propiedad. Antes, el espacio era un bar, un simple y llano bar.
Hoy, el sobrenombre
El mote popular es la mejor referencia para llegar al bar Royal (su nombre oficial). En los alrededores del Mercado, cuentan los taxistas que hay clientes que lo conocen como “Kilómetro Uno”, lo cual hace referencia a los 1.000 metros que lo separan del antiguo Salón París, donde ahora hay un restaurante McDonalds.
Otros, en cambio, se refieren al lugar, simplemente, como “donde tía”, y sobra la explicación de todo lo demás.
El bar Royal dejó de pertenecer a
Ya no hay camas de paja ni paredes de madera, creció en tamaño y en popularidad, y ahora funciona de lunes a domingo desde que el reloj marca las 6 p. m.
¿Cómo explicar la infaltable concurrencia masculina? Uno de los dueños del local (quien pidió la reserva de su identidad), asegura que “este es un negocio de pueblo, lo que permite que perdure. Uno a veces se encuentra entre los clientes a campesinos con las botas de hule. Llega gente de todas partes del país; muchos son nuevos, pero se reconocen caras de personas que quedaron encantadas desde la primera vez que entraron”, afirma.
Cartagineses de pura cepa coinciden con la afirmación del empresario. Las opiniones y narraciones acá transcritas las hallamos en el ombligo de la vieja metrópoli: en medio del barullo del Mercado Central. El léxico también es propio del contexto.
Cada vez que quien firma este artículo soltaba la pregunta “¿usted ha ido donde
Sonrisas tímidas, caras de susto y un “¡claro que sí!”, fueron de las reacciones más frecuentes entre los hombres interrogados. No importaba la edad, ni el oficio, todos sabían algo de la tía
“Yo nunca he ido, pero vaya a ese otro
La ruta por el Mercado avanzaba en zigzag y algunos vendedores se negaban con una sonrisa y “le pasaban la bola” a algún “colega”, ubicado en el mismo pasillo de mercaderías.
Al rato de haber comenzado el primero de varios recorridos, la suerte cambió en un negocio de artículos de cuero, donde un par de cartagos confesaron su devoción por “la tía”.
Un bombillo amarillo ilumina el negocio de sombreros y montaduras. Gerardo Rodríguez y Albert Orozco atienden con un “¿qué le damos?”, pero la conversación se desvía en la segunda oración.
¡Claro que recuerdan sus andadas adonde
–“Yo tenía como 12 ó 13 años la primera vez que fui... hablamos de hace unos 40 años, cuando la entrada costaba ¢25”.
“Yo fui a los 16, por ahí del año 1975. Uno le pagaba a la muchacha y ella le daba una parte a Tencha por el cuarto. Luego de ‘trepar’, ella decía ‘váyase’. De inmediato, entraba el siguiente”.
Y añade el otro: “Cuando yo fui, la calle era de lastre, y como uno era menor de edad, cuando llegaba la Policía tenía que salir corriendo por una puertilla de atrás ... no le quedaba de otra más que esconderse en un matorral a medio camino”.
Las revelaciones siguieron alternándose, en boca de uno y luego de su compañero:
“Vea, la cosa era así: uno a veces llegaba con el anhelo de tomarse una cerveza, pero mientras tanto ojeaba con cuidado a ver con cuál mujer se iba. Más adelante, yo iba cuando ya estaba casado... usted sabe que uno
“Le puedo decir que algunas de las prostitutas que trabajaban ahí eran de Turrialba, de Tres Ríos o de Curridabat. Después, algunas formaron familias con clientes que conocieron ahí”.
“Más adelante salieron un par de negocios que competían con el de
Dicen las malas lenguas que allá una vez se apareció el
La historia la contó otro informante anónimo por elección, un vendedor que respondió mientras cortaba queso para colocar en la vitrina de su negocio.
– “Diay sí... lo que yo he escuchado es que se metió un tipo todo guapo, dicen que era alto y elegante. En el cuarto, poseyó a una de las prostitutas y se le convirtió. Ella terminó en el suelo, dando manifestaciones de su condición, y todo el mundo salió corriendo... hasta olía a azufre”.
La leyenda es popular y casi mítica. Sin embargo, a los días, otra versión quizá más confiable llegó a nuestros oídos.
“Yo estaba ese día... fue un viernes”, comenta uno de los dueños actuales del bar Royal.
“A un gracioso se le ocurrió tirar un pedo químico en el bar. El olor se esparció rapidísimo y una muchacha que estaba embarazada se desmayó y cayó al suelo. La gente salió porque la pestilencia enchilaba los ojos. Eso fue todo”.
El comerciante, también vecino de Cartago, asegura que esas son las “leyendas de cantina” que se han esparcido a lo largo del tiempo pero que son inventadas y exageradas.
“Yo he escuchado a gente hablando cosas del lugar solo para lucirse. Pero le aseguro que muchas de ellas son personas que nunca han entrado ahí”, agrega.
De nuevo en el Mercado, detrás de los tomates y las hortalizas, Alejandro Valverde, contó otra historia de la que asegura haber sido testigo: “Una vez, el padre de El Carmen entró donde
Más allá, otro lugareño cuenta que “en los años 80, había una muchacha que se llamaba María, rubia y caderuda. Los hombres hacían fila para entrar con ella, así que ella los apuraba para poder cumplirle a todos”.
Afuera, en la cantina El Veinte, un cuento más aparece al mencionar el tema. “Yo soy hombre casado pero voy cada ocho días a escondidas, como maña mía”, revelaun cliente de ojos claros y bigote delgado, oriundo de Cachí. “Voy temprano para agarrar a las mujeres fresquitas; es mejor cuando van entrando, si no, uno solo se queda con ‘la sopa’”.
Un amigo suyo, de pie en la barra de la cantina, recuerda que hace varias décadas había una mujer a la que le decían
El recorrido continuó hasta donde el aroma a carne y pollo refrigerado se mezclaban con el de las bolsas de papas tostadas, colgadas de ganchos.
Los comerciantes de este puesto del Mercado eran más jóvenes que los anteriores, pero no por eso menos conocedores del tema. Aquellos respondieron sonrientes, pero prefirieron no identificarse, aunque sí aceptaron haber ido apenas hace unos dos años donde “la tía”.
“Diay, la verdad es que todo el mundo ha ido ahí; para qué le voy a decir que no”, contó uno.
“No, no, yo todavía no he ido, pero vivo cerca y por mi casa siempre pasan preguntando cómo llegar donde
“Yo fui a los 17. Ahí es donde se inician muchos, porque es barato. El que tiene más plata va a buscar prostitutas a San José. Hay gente que va a celebrar el cumpleaños, y los amigos le escogen a la
“Le voy a ser honesto. Ahí hay mujeres para todos los gustos: bonitas, altas, morenas, blancas, feas, gordas... pero eso es un legítimo ‘cuatro paredes’, no es ningún palacio”, agrega el primero.
A pesar de no ser el local más elegante, se cuenta como secreto a voces que políticos y futbolistas reconocidos han pasado más de una vez por las manos de las mujeres que ahí laboran.
“El cartago que no conoce
“Antes, ahí se llenaba de hombres de todas partes de la provincia: Orosi, Tierra Blanca, Cervantes, Pacayas, Tobosí, Tejar, Quebradilla y Aguas Calientes.
A cierta hora,
“Cuando uno cumplía 18, lo llevaban ahí para que ‘le echaran el gorro para atrás’, pero uno también podía ir nada más a tomar o a bailar”.
Otro dice: “Yo hace ratillo no voy, pero antes, los cuartos estaban al fondo, había como unos 25. La cama era de vinil; no había ni sábanas y la estructura era de cemento chorreado... como una fosa. Uno nada más escogía la luz encendida o apagada”.
“En algunos cuartos había rendijas y otra gente se asomaba, pero eso ya no es así. Antes uno no podía quitarse los pantalones cuando estaba adentro, porque, a menudo, alguien metía la mano y lo
Solo quedan dos de aquellas famosas camas con la rígida base cementada. Ahora, en la parte trasera del bar Royal, se cuentan 30 habitaciones a las que se llega luego de atravesar una puerta blanca a vista y paciencia de toda la clientela del bar.
Adelante, el bar es como cualquier otro: luces de neón, rocola y dos barras con bebidas. Atrás, los pasillos se convierten en un laberinto y, dichosamente, las paredes no hablan, porque si no, habría tremendo bullicio.
“Estas camas son bastante nuevas”, dice el empresario al señalar un amplio colchón envuelto en una frazada azul.
Algunas de las mujeres laboran seis días a la semana; otras, llegan solo tres veces. La mayoría son extranjeras: caribeñas y vecinas centroamericanas. Unas son jóvenes y otras no tanto; todas andan maquilladas y usan escasas vestimentas.
El recorrido es breve y pasa por los casilleros de las damiselas: “Chiquita”, “Yeni”... cada uno con el nombre de su dueña. Adentro guardan su ropa de cambio, que sin duda ocupa más espacio que lo que usan para trabajar.
“En una buena noche, tengo hasta 18 clientes... y todas las noches hay trabajo que hacer”, dice una de las empleadas del oficio más viejo del mundo.
Ahí, en el establecimiento en El Carmen de Cartago ya no hay potreros aledaños, sino que el bar Royal colinda con un populoso vecindario y una carretera.
El paisaje ha cambiado con el tiempo, mas no así el apodo del local. Más de 50 años después de abrir sus puertas, al bar se le sigue llamando a secas: