En un quiosco escondido al fondo del cementerio de Heredia, justo ahí donde descansa un Cristo negro, cabizbajo en su agonía, hay un nicho blanco envuelto por una serie de leyendas que encierran agradecimientos, peticiones y muchos creen que milagros.
En esa tumba, descansan los restos de María Isabel Acuña Arias, una joven a quienes fieles creyentes heredianos le atribuyen decenas de obras y, por ello, rezan frente a su lápida para que la niña llamada santa interceda ante el Creador.
Para muchos, “la niña Marisa”, como la conocían, es una intercesora ante Dios. Por eso, la gente llega a dejarle flores y, con lápiz o lapicero, anotan sobre la tumba sus peticiones y agradecimientos.
“Niña Marisa, te pido que me ayudes a ganar el bachillerato...”, “Niña Marisa, para que mi esposo deje de fumar...”, “Niña Marisa, te ruego que me ayudes a tener una mejor relación con mi mamá...” rezan algunas de las peticiones.
“Durante varios meses, estuve yendo al nicho. Veía que los peones sacaban carretillos cargados de flores, eran muchos. Todos los meses pintan el espacio y la gente sigue llegando a escribir sus peticiones”, dijo Hannia Ugalde, una herediana que analizó lo que ocurría en el cementerio.
Durante la década de 1940, Marisa vivió su infancia en el barrio Los Ángeles de Heredia. “De niña empezó a ayudarle a la gente. Ella era alguien especial, definitivamente”, sollozó su hermana María Elena.
Aunque nació en San José el 5 de marzo de 1941, sus padres se trasladaron a la ciudad de las flores, por razones de trabajo. Un tío de ella tenía una panadería al costado oeste del Mercado Central.
La labor caritativa de Marisa empezó cuando tenía unos 9 años. Un indigente de la zona a quien llamabanHediondillo pasaba al menos una vez por semana cerca de su casa. Entonces la niña lo llamaba, le daba un beso, un colón y un pedazo de pan.
Para la graduación de sexto grado, las niñas de la escuela Rafael Moya –donde cursó su primaria– acostumbraban a vestirse de blanco para recibir el diploma.
“Mi papá le daba algunas monedas a lo largo del año para que las ahorrara y se comprara el vestido. Una vecina que era muy pobre no tenía plata para comprarlo y entonces Marisa dividió el dinero en partes iguales para comprar dos vestidos, uno para la niña y el otro, para ella”, recordó su hermana. Sin embargo, todas sus ayudas fueron en secreto.
Su enfermedad.La primera comunión fue un trago amargo en su vida. Su padre Rafael se había apartado del catolicismo y el día que ella recibió el sacramento de la eucaristía, él se marchó de la casa.
Eso caló hondo en ella y empezó a pedirle a Dios para que su papá regresara a la iglesia.
Cuando tenía 12 años, empezó a sufrir de fuertes dolores de cabeza.
“Eran tan fuertes que se agarraba de la cama y estiraba las piernas arrastrando los talones. Llegó a gastar y romper las medias”, relató José Alberto Gamboa, esposo de María Elena.
Los médicos le diagnosticaron una enfermedad cerebral, pero nunca brindaron mayores detalles a la familia. Aunque los dolores se hacían más fuertes, ella nunca tomó analgésicos ni medicamento alguno para apaciguarlos.
En una ocasión, un sacerdote salesiano llamado Ángel Menéndez la visitó en el centro policlínico de Heredia.
Ahí la conoció y, tras conversar con ella, y administrarle el sacramento de la confesión, se dio cuenta de que la niña tenía un carisma especial.
Marisa le reveló que no tomaba ningún fármaco para ofrecer su dolor a Dios a cambio de la conversión de su padre, que ocurrió semanas antes de que la niña falleciera.
En un diálogo con el religioso, Marisa –quien para entonces ya estaba en secundaria, en el colegio María Auxiliadora– le reveló que ella moriría el día 15 de agosto, y el sacerdote se lo comentó a sus padres.
Su papá regresó al catolicismo, se confesó con Menéndez e incluso comulgó con la niña. Para esos días, Marisa había perdido el sentido de la vista.
“Nunca le dijo a nadie que no veía. Nos dimos cuenta porque le llevaron una tarjeta y empezó a leerla, pero la tenía al revés; eso nos extrañó”, recordó María Elena.
Lo terminaron de confirmar cuando la llevaron al Alto de las Palomas y ella manifestó: “¡Qué lindo se ve todo desde aquí, los cafetales, el camino!…” ,y el día estaba tan nublado que no se apreciaba el paisaje.
El 15 de agosto de 1954, día de su muerte, fue muy conmovedor en Heredia. Cantidad de personas, sobre todo del barrio Los Ángeles, lloraban.
Y muchas de esas lágrimas siguen corriendo hoy en el cementerio.
Milagros.Después de su muerte, el fraile salesiano empezó a recabar milagros atribuidos a la intercesión de Marisa, la bonda-dosa muchachita que falleció a los 14 años.
En Heredia hubo todo un movimiento para promover su beatificación. Se hicieron estampas y medallas que se repartían en el parque central de la provincia.
Sin embargo, cuando fray Angel murió, todos los documentos recopilados se extraviaron.
El sacerdote había incluido la descripción detallada de varios favores supuestamente hechos por su intercesión: el caso de un hombre en Colombia que se salvó de un impacto de bala en su corazón, el de una joven cubana que logró huir de su país cuando el régimen político limitó la migración, y el de un taxista nicaragüense que obtuvo empleo. Todos ellos vinieron al país a agradecer a Marisa por su generosa súplica ante Dios.
“Nosotros no podemos hacer nada para pedir su beatificación. Varias congregaciones tomaron la iniciativa, pero luego la dejaron. Es una cuestión de fe”, agregó Gamboa.
Aunque hace más de medio siglo de su partida, su carácter plácido, su espíritu de servicio y su desmedido deseo de colaboración para con los demás, hacen que su recuerdo perdure en la mente de los heredianos.
“Ella era muy bonita, de esas personas que atraen por su bondad. Tenía algo que la hacía una joven diferente a todas”, recuerda Eduardo Villalobos Yannarella, quien la conoció en su temprana adolescencia.