Por fuera, el señor Eduardo Punset tiene la cabeza de Larry Fine, el de los Tres Chiflados; por dentro, el cerebro de un genial divulgador científico. Hace un tiempo, en su programa Redes , de la Televisión Española, Punset dialogó con la pelirroja, psiquiatra e investigadora estadounidense Louann Brizendine, quien tiene el cabello y la palabra de fuego.
Brizendine explicó entonces las diferencias cerebrales que existen entre hombres y mujeres, asunto que ha investigado en su clínica de California. Sobre esta base, Brizendine ha publicado El cerebro femenino ([ CF ], 2006) y El cerebro masculino ([ CM ], 2010).
Brizendine postula que hombres y mujeres nacen con facultades comunes –como la inteligencia–, pero con características diferentes en cuanto a intuiciones, dominio del lenguaje, interés sexual, manejo del espacio, agresividad, socialización, etc. “No hay cerebro unisex; la niña nace con cerebro femenino”, afirma ( CF , cap. I).
A decir verdad, las tesis de Brizendine no son totalmente nuevas; lo reciente es que ella y sus colegas han encontrado fundamentos biológicos para ideas que existían ya hace siglos: si estas volaban como aves, ahora ya pueden posarse en el árbol de la ciencia.
Así, desde Homero, se han resaltado la mayor agresividad y el constante interés sexual de los hombres. Ulises, el aventurero, y Penélope, la protectora de los hijos, son exageraciones poéticas, pero no distan de las tendencias asentadas en los cerebros y en las dosis de hormonas que este recibe.
El lenguaje de la psicología científica parece ya una extraña sopa que incluye testosterona, oxitocina, prolactina, cortisol, dopamina, estrógeno y otras hormonas.
A su vez, el cerebro se asemeja a un mapa para detectar conductas: área tegmental ventral (centro de la motivación), córtex cingulado anterior (área de la cohibición), zona cingulada rostral (área de la aceptación social), córtex prefrontal (zona de las decisiones conscientes), etcétera.
Nuevas bases. Las diferencias entre los cerebros femeninos y los masculinos se ha detectado mediante escaneos que perciben zonas más activas en hombres que en mujeres, y viceversa. También hay áreas más extensas según el sexo. Por ejemplo, el sistema neuronal especular sirve para “ponerse en el lugar del otro”, para sentir sus emociones, y es más amplio en las mujeres.
Se ha postulado que esa intuición femenina se debe en parte a la necesidad que tenían las mujeres prehistóricas de “leer”, en los rostros de sus hijos infantes, algún indicio de malestar. Las que mejor lo lograban, sobrevivían –y sobrevivían sus hijas e hijos–. Esa intuición pasó genéticamente a las mujeres de hoy, pero no a los hombres. El minucioso cuidado por las crías se nota también en las hembras de los primates.
A su vez, el “exceso” de testosterona confunde al varón adolescente y lo hace “leer” rostros hostiles en las caras neutrales. Quizá por esto, los jóvenes se muestren desconfiados o desafiantes.
En los varones, la tendencia a la fidelidad de pareja también puede explicarse por la existencia de un gen receptor de la hormona vasopresina. Cuanto más larga es la versión del gen, más probable es la fidelidad de un individuo –como lo son los fidelísimos “ratones de la pradera”, gracias al ese gen–.
Cuestión sexual. La misma orientación sexual se sustenta ahora observando los circuitos cerebrales. Estos se crearon siguiendo “órdenes” dictadas por las hormonas en el feto y en la adolescencia de hombres y mujeres.
“Las hormonas determinan las características sexuales del sistema nervioso, lo que explica que puede haber machos genéticos (genotipo XY) con cerebro femenino, y hembras genéticas (genotipo XX) con cerebro masculino”, precisa el científico español Francisco Rubia ( El sexo del cerebro, p. 88).
En otras palabras, la atracción sexual no se elige ; no hay “opción sexual”, sino orientación fijada en el “cableado” del cerebro y especialmente del hipotálamo. Brizendine menciona nueve características biológicas que pueden crear la homosexualidad masculina ( CM , apéndice), y ninguna es modificable ni “curable”.
La orientación sexual congénita lanza retos sociales y morales pues, en tal caso, nadie debe ser condenado por su atracción heterosexual u homosexual (siempre involuntaria), así como no se condena a alguien porque sea diestro o zurdo.
La neurociencia también obliga a repensar la filosofía y la sociología. De seguir confirmándose la relación cerebro-hormonas-conducta, se limitaría el alcance de una célebre tesis de la filósofa francesa Simone de Beauvoir: “La mujer no nace; se hace”.
En el sentido biológico, esta fórmula es falsa, pero socialmente es cierta porque –como pasa también con los hombres– sus circunstancias sociales le amplían o cercenan posibilidades de desarrollo personal.
El disformismo (la diferencia) cerebral descarta además ideas como las de la antropóloga norteamericana Margaret Mead, quien, en los años 30, negó la coincidencia entre las dotes fisiológicas y las emocionales. Para ella, todas las conductas se debían a condiciones sociales.
La neurociencia procura reunir naturaleza y cultura. Para ella, no hay contradicción entre naturaleza y cultura porque, si la cultura es tradición, la naturaleza también es una tradición que se llama “selección natural”.
¿Es todo biología? Las investigaciones recientes han suscitado objeciones, que repiten temores viejos pero justificados. Ya un primo de Charles Darwin, Francis Galton, llevó al extremo la tesis de que la naturaleza es determinante, sin espacio para la libertad individual. En el siglo XX, el determinismo derivó en políticas de esterilización obligatoria y de “limpieza étnica” de las “razas inferiores”.
Incluso dentro de la neurociencia surgen objeciones, como la formulada por la médica norteamericana Cordelia Fine en su novísimo libro Engaños del sexo . Fine acusa a Brizendine y sus colegas de manipular la biología para imponer un “neurosexismo” y un determinismo sexual.
Sin embargo, “nadie niega que la cultura desempeña un papel de enorme importancia en el condicionamiento de las acciones humanas”, asevera la neuróloga Helen Fisher ( Anatomía del amor , cap. X). Ante los ataques, las réplicas de los neurocientíficos suelen ser dos.
En primer lugar, la neurociencia señala disparidades de conducta y de sensibilidad entre los sexos, no de inteligencia . Hay mejores adaptaciones ante distintos retos, como ante la crianza o la lucha; pero las diferencias se complementan en una misma especie biológica.
La segunda réplica es la “excepción”. Si nuestros sentimientos y conductas fuesen programados genéticamente y al milímetro, ¿cómo se explicaría que haya vegetarianos, célibes, suicidas, parejas fieles y control de la natalidad?
Todas estas conductas son anormales en los primates –y aún lo somos–, pero podemos tomar decisiones contra los instintos porque disponemos de una amplia corteza frontal, un “cerebro ejecutivo” del que carecen otros animales.
La mente sigue siendo un misterio, y la neurociencia solo quiere saber más de nuestra relojería viva e incierta. Tampoco podrá sola. Por ello, el filósofo argentino Mario Bunge ha precisado que “la síntesis correcta y urgentísima es la fusión de todas las ramas de la psicología sobre la base de la neurociencia” ( Filosofía de la psicología, conclusiones). Vamos hacia ese encuentro, aunque las mujeres seguirán siendo de Venus, y los hombres, de Marte.