El verbo de Ólger Villegas es sosegado y cauto, como sus manos cuando manejan la gubia o funden el bronce. Solo así puede lograr sus frases redondas, calmas, uniformes, que flotan como ventisca en esta mañana calurosa. Estamos en su casa, en Heredia. Es una casa muy viva y cálida. Bien dice doña Mayela Cordero, su esposa, que esta es “una casa para jugar casita”. Tiene muchos colores, muchos muebles y mucho arte. Tanto encuentro la hace parecer diminuta, mas los pasos necesarios para recorrerla revelan lo opuesto.
Solo en la sala cuelgan 21 cuadros, y, sobre muebles limpísimos, descansan cinco esculturas: tres de Villegas, una del gran
Ólger Villegas fue galardonado este año con el Premio Magón. El jurado consideró que este es uno de los mejores escultores costarricenses por su “originalidad, su sensibilidad refinada, su estilo, su experimentación con diversos materiales, y por el dominio excepcional de las técnicas del dibujo y la escultura”.
El premio lo tomó desprevenido. Alguien le había dicho que estaba postulado para uno, pero jamás pensó que fuese para el Magón, el principal reconocimiento que otorga el Estado costarricense a quienes dedican la vida al arte o la ciencia.
“Cosas como esta le devuelven la confianza a uno porque hay momentos en los que uno se siente desmotivado. Siento una profunda alegría, una satisfacción inmensa por lo que he hecho en la vida”, dice.
Solo dos circunstancias hacen que su verbo se agite un poco y que sus ojos se abran mucho para romper la costumbre de esos párpados calmos: la primera, hablar sobre la escultura; la segunda, hablar sobre doña Mayela.
Tienen 48 años de casados, cinco hijos y cinco nietos. Se conocieron cuando ella era estudiante y él profesor en el Liceo de Heredia. Dice Ólger que ella tenía un pelo larguísimo, sujeto en dos trenzas. “Una mujer alta, de una piel hermosa, muy esbelta, con unas líneas y formas extraordinarias”, describe.
Además, sus vidas comparten ciertos dolores. Ólger Villegas perdió a su padre a los 12 años –“nunca supe dónde lo tiraron en la guerra del 48”–, y el de Mayela Cordero falleció al caer de un autobús cuando ella era quinceañera. “Es mi complemento perfecto, una compañera fiel en las malas y en la buenas”, asegura el artista. Mientras él habla, ella deambula en la cocina. Hace poco apareció para servir a Ólger una papaya en trozos.
Todo este afecto por la mujer y la familia aparece en cada obra de Villegas: esbeltas figuras femeninas muchas veces desnudas, parejas rendidas en un abrazo, niños con sus bracitos sujetos al cuello de la madre...
El de Villegas es arte que privilegia la figura pues recibe influencias de artistas del Renacimiento, como Donatello, Bernini y, sobre todo, Miguel Ángel.
“Para cualquier artista figurativo es imposible olvidar la impresión que le causaron por primera vez las obras de Miguel Ángel”, dice. También aprecia el trabajo de algunos modernos, como Ivan Mestrovick y Gustav Vigeland.
Luis Ferrero escribió que este artista trabaja “con delectación morosa hasta producir un realismo muy ceñido hasta el mínimo detalle de la naturaleza” (
La puerta principal de la casa limita con la acera. Es una puerta de metal pintada de azul. Cuando esta charla se realizaba, alguien deslizó un pequeño papel debajo de aquella. Mayela lee lo que en trazo azul dice: “Solo palpan las nubes del cielo los que con su talento ponen el alma y el corazón juntos”.
Doña Mayela pone la nota anónima en el desayunador de la cocina, con naturalidad, acostumbrada a que cosas como esta sucedan en los últimos días. “En este barrio adoran a Ólger”, refiere.
Su padre era maestro de escuela, y Villegas piensa que esto ayudó a que no sedara su interés por el arte. Ólger hizo sus primeros escarceos en un pequeño taller de su pueblo natal, donde aprendió a tallar madera con el imaginero Joaquín Zamora.
Luego, la guerra de 1948 obligó a su familia a trasladarse a San José, donde continuó su aprendizaje con maestros como Manuel Zúñiga, Néstor Zeledón y Zenén Zeledón Guzmán, también imagineros.
Villegas ingresó en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica, que entonces estaba donde hoy se ubica la Corte Suprema de Justicia. Para llegar, debía caminar desde Alajuelita.
En 1962 se marchó con 63 dólares a México, a estudiar en la academia La Esmeralda –hoy, Academia Nacional de Pintura y Escultura– con Alberto de la Vega, a quien llama “el maestro”.
Aunque la Municipalidad de San Ramón le ofreció una beca, la ayuda solo llegó para un mes. Su madre le enviaba 10 dólares, y él buscaba lo demás, vendiendo esculturas... y cantando.
El incipiente escultor había estudiado canto en el Conservatorio de Castella, así que un amigo lo animó a presentarse en un bar en la calle de Naranjos, en Santa María de la Redonda. Cantaba en las noches de los sábados. La gente le obsequiaba propinas con las cuales podía trabajar toda la semana.
Hacia esa época, la necesidad del pan de cada día lo condujo al áspero bronce. Se aprende así que la necesidad engendra virtud.
“El bronce era muy ventajoso: mientras hacía una escultura en madera o piedra, podía trabajar cuatro o cinco modelos para fundición de bronce, y de cada uno podía sacar cinco copias; además, las piezas eran más cotizadas”, detalla.
El artista regresó a México en 1970 para aprender técnicas de talla moderna con José Lorenzo Ruiz. Así, siguió viajando al norte por varios años a fin de adquirir, en especial, técnicas para la fundición del bronce.
Así es todo su arte, emociones que impactan al espectador, sin mayor esfuerzo. “Si uno no se preocupa porque las obras transmitan un mensaje, estas se quedan en lo decorativo, no emocionan, no mueven ni un pelo”, explica.
Por ese afán de aupar el sentimiento, este creador nunca ha transitado cómodo por el abstraccionismo que, para él, hoy lo abarca todo. “No creo en el ‘discurso de la obra’. Uno no debe hablar de la obra: la obra debe hablar por sí misma. Si no logras que la obra hable por sí misma, estás perdiendo el tiempo”, reflexiona.
Por eso, así resuenan sus versos, torrentes de emoción sencilla: “Es tu amor azote, / como de palmera y viento. / A veces gris, / como de horizonte y bruma. / De tibios besos, / como de atardecer y mar”.