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Página negra Elizabeth Arden: La mujer de la puerta roja

Ambiciosa y trabajadora, creó el concepto de belleza total; filmó en 1920 el primer programa de fitness, y fundó un conglomerado mundial de cosmetología. Fracasó en su vida sentimental y vivió solitaria, presa de extrañas manías y un ego planetario.

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Hay caballos famosos: Bucéfalo, de Alejandro Magno; Pegaso, del mítico Belerofonte; Babieca, del Cid Campeador; Siete Leguas, de Pancho Villa; algunos incluso fueron legisladores –como Incitatus, el de Calígula– , pero hasta el siglo XX no había registros históricos de uno que fuera “farmacéutico”.

El nombre del equino quedó perdido en las cuadras, pero encumbró a su dueña al vértice de la industria de la belleza femenina desde el día en que ella decidió vender la “crema milagrosa” que le aplicaba para regenerar las heridas en sus patas, en lugar de gelatina de petróleo.

Los maquillistas de la historia cuentan que una vez el hijo de una amiga se raspó la pierna y le aplicaron el mejunje. En cuestión de ocho horas, el “chollón” había cicatrizado y así nació Eight Hours, el buque insignia con que Elizabeth Arden entró a saco en el naciente negocio de la cosmetología.

La crema tuvo un éxito arrollador, y Arden la promocionaba así: “¡Pruébala', yo la utilizo con los caballos!”

Caballadas aparte, Elizabeth Arden –bautizada en 1878 como Florence Nightingale Graham– creó en el siglo XX el concepto de belleza total. Inventó el rímel para las pestañas, las sombras para los párpados y fundó salones especializados donde “chineaba” a sus clientas con tratamientos corporales, peinados, maquillajes y maneras finas.

En medio del boato y la pompa, Arden vivía presa de extrañas manías, aficiones y fracasos sentimentales. Sufría una envidia corrosiva provocada por quienes le hacían sombra, y pasaba obsesionada con una idea: “Solo hay una Elizabeth como yo, y esa es la reina de Inglaterra”, según dijo a un periodista.

Murió donde vivió: sobre el escritorio, el 19 de octubre de 1966. Era tan adicta al trabajo que el día de su boda con Thomas Lewis, apenas dijo “sí” y salió apurada para la oficina.

Solo amó a los caballos; no tuvo hijos, y a los hombres los trató como accesorios, simples anécdotas en su agitada existencia. Aparte de Lewis, se casó con un inútil derrochador y presunto príncipe ruso-georgiano llamado Michael Evlanoff, quien apenas toleró dos años el carácter ácido y despótico de la Arden, según sentenció Lindy Woodhead en la biografía War paint .

Ese libro compara –al estilo de Plutarco– las vidas paralelas de Elizabeth y su archirrival, la intragable Helena Rubinstein, el único nombre que la hacía levantar la ceja y preguntar “¿Quién es esa mujer?”

Durante 60 años, ambas se odiaron con la misma intensidad con que impulsaron sus emporios. Se copiaron fórmulas, se “robaron” empleados y se disputaron cual monas en celo cada milímetro de piel femenina.

Como Godzilla y King Kong, ambas chocaron sus egos en Nueva York, donde Arden había instalado en 1910 su primer salón de belleza en la Quinta Avenida. Para distinguirlo de otros locales, ella misma pintó de rojo la puerta de su local. Ahí, en tres lujosas habitaciones, nació un imperio que en 1925 vendió $2 millones; cuatro años después le ofrecieron $15 millones, y llegó a ser tan famosa que hasta el alpinista austriaco Heinrich Harrier encontró sus productos en el Tíbet, donde estuvo atrapado entre 1944 y 1950.

Hierba azul Es poco lo que se conoce sobre los orígenes de Elizabeth, ya que ella reinventó su biografía. Aún así, Woodhead logró retratar su vida, pero también lo hicieron Nancy Shuker, en Beauty Empire Builder , y Ann Carol Grossman en el filme El polvo y la gloria .

Nació en Woodbridge, un pueblito rural de Ontario, Canadá. Fue hija del camionero Guillermo Grahan y de Susan, una ama de casa que murió muy joven. El padre llegó a dejar las carreteras y montó una verdulería con la ayuda de la pequeña Florence, que hizo ahí sus “pininos” en las ventas.

Gracias al apoyo de una tía adinerada, la niña terminó sus estudios básicos y comenzó la carrera de enfermería, pero se enamoró de un bioquímico empeñado en hallar una crema para regenerar la piel, después de haber sufrido un accidente.

A principios del siglo XX, las personas se bañaban apenas en ocasiones especiales, no existían los desodorantes ni los cepillos de dientes, y solo las actrices o las mujeres licenciosas se embadurnaban la cara y el cuerpo.

Con la idea de la crema reconstituyente marchó en 1908 a Nueva York donde su hermano le consiguió un empleo de contabilista en una empresa farmacéutica. A los meses pasó a ser cajera en un reputado salón de belleza, donde invirtió su tiempo libre aprendiendo todos los secretos del negocio.

A los 30 años se asoció con Elizabeth Hubbard pero esta habría intentado “ponerle el pie”, y Arden siguió sola. Un misterioso benefactor y un préstamo de $6.000 le permitieron abrir una sala en la Quinta Avenida. Dejó atrás a Florence y cambió su nombre por el de Elizabeth Arden. Tomó el nombre de su anterior socia y el apellido de Enoch Arden , el título de su poema favorito del inglés Lord Alfred Tennyson.

En un pequeño local de tres piezas inició una revolución estética. En tiempos en que las cremas faciales y los unguentos apestaban a medicina, vendía sus productos como brebajes en ferias pueblerinas.

Contrató tres ayudantes, instaló un laboratorio experimental y encontró la piedra filosofal de la cosmetología: el makeover ; para los profanos, el cambio de imagen. Así fue como inventó la primera crema de belleza, suave y fragante, que llamó Venetian Cream Amoretta. Más tarde fabricó una loción calmante en la que por primera vez unía el nombre del fabricante y el del producto: Ardena Skin Tonic.

Estaba en todas. Participó en las marchas neoyorkinas por el derecho al voto femenino. Al notar que las mujeres se pintaban los labios de rojo como forma de protesta, lanzó su “pintalabios para la guerra”. En la Segunda Guerra Mundial, todas las mujeres del ejército lo usaron porque contrastaba con el color de los uniformes.

Entre los años 20 y 40 del siglo XX expandió sus operaciones comerciales por Europa, Canadá, América del Sur, el Caribe, Australia y todo Estados Unidos.

Visionaria como una pitonisa, fue la primera en producir un anuncio para las nacientes salas de cine; vendió estuches de cosméticos para aplicar en la casa; educó a miles de jóvenes demostradoras en las tiendas y en 1938 la revista Fortune la catalogó como “lo máximo”. En 1946, Time le dedicó la portada y, en 1962, el gobierno francés le concedió la Legión de Honor.

Vendedora de sueños Con el ojo de un lince para los negocios, comprendió el valor de la marca Elizabeth Arden, que hoy es un conglomerado global multimillonario.

En plena Gran Depresión, su compañía empleó a mil personas, ganó $4 millones anuales, mantuvo oficinas abiertas en todo Estados Unidos y comenzó su expansión por Europa.

Desde que abrió su primer salón en Nueva York se dio cuenta de que el dinero estaba en la calle y en los bolsillos de los millonarios que merodeaban por la Quinta Avenida. También intuyó que el cine y sus estrellas necesitarían maquillistas profesionales.

Su vida personal iba en dirección inversa al éxito de su empresa. Fue cleptómana, paranoica, hipocondríaca y brutal con los empleados – escribió Woodhead–; coleccionaba joyas y caballos pura sangre. Con uno de ellos, Jet Pilot, ganó en 1947 el Derby de Kentucky.

En 1935 creó Blue Grass, su fragancia inspirada en los pastos azules de Kentucky, Según sus ejecutivos, la idea sería un fracaso porque ninguna mujer compraría un perfume asociado con caballerizas. Blue Grass fue otro éxito.

Ese año acabó el matrimonio con Lewis; su archienemiga – la Rubinstein– lo contrató en venganza porque la Arden le había “quitado” anteriormente a doce de sus mejores empleados, incluido el gerente general de la tienda.

Años después, Arden se casó con un noblezucho venido a menos llamado Michael Evlanoff que casi la arruinó. Su nuevo esposo también le granjeó tremendo lío con el FBI. El Buró Federal de Investigaciones de Estados Unidos le abrió un expediente en 1941 por sus buenas relaciones con los nazis.

Para algunos, la boda solo fue una cortina de humo para ocultar su lesbianismo. Sin descendientes directos, su inmensa fortuna pasó a manos de Pat Young, una sobrina.

Único Sol en su propio universo, nunca se cansó de repetir, tal como era su slogan , que “ser bella y natural es un derecho de nacimiento de toda mujer”. Por eso, jamás salía de la casa sin maquillarse, y menos aun con el pelo alborotado, el cual se teñía compulsivamente.

Vivió solitaria y llena de manías como una mula vieja. Dormía con sábanas de color rosa que sus criadas cambiaban todos los días. Para su funeral la vistieron como lo que fue: la dama de rosa.

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