Nada. Ni un ombligo. Ni besos lujuriosos ni abrazos carnales. Menos palabras gruesas, escenas sicalípticas o ambientes pecaminosos. ¡Chap'chap'chap!. Es William H. Hays, el caballero blanco, que con sus horribles tijeras, corta las hebras de la inmoralidad en Hollywood.
Este Savonarola de los años 20 capitaneó una intensa campaña de censura contra la industria fílmica, instaurando una cuaresma cinematográfica que duró de 1930 a 1967, cuando fue abolido el Código Hays y el diablo quedó suelto otra vez.
Hays fue la punta de diamante del taladro moral que penetró el cine, para inyectarle el antídoto de la decencia a las películas, repartiendo hachazos a todos los que infringieran sus normas, dentro o fuera de la pantalla.
Acicateados por el látigo de este Jeremías, los astros hollywoodenses se convertirían en ascetas y las estrellas en vestales.
Al amparo del Zar de la pureza, un ejército de soplones auscultó la vida y obra de cuanto bicho merodeaba por el bulevar de las ilusiones, para levantar el
“Hombres y mujeres discutían abiertamente sus aventuras amorosas en la pantalla, los delincuentes alardeaban de sus crímenes y los políticos hablaban con cinismo de las importantes cuestiones a las que se enfrentaba el gobierno” afirmó Gregory Black en
Hollywood era la sucursal del infierno y así como en el béisbol nombraron al juez Kenesaw Mountain Landis, para garantizar la limpieza del juego a raíz del montaje de la Serie Mundial de 1919, los empresarios fílmicos acordaron contratar por cien mil dólares anuales a Hays, para arbitrar la moralidad de las películas. Así, en 1922, los padres fundadores del cine contrataron a Hays para presidir la recién creada
El nuevo guardaespaldas de
Los escándalos sexuales de las luminarias eran pan cotidiano en la prensa. Primero fue Roscoe Arbuckle quien combinó su exagerado peso con su bulimia erótica para matar, según los periodistas, a la frágil y núbil Virginia Rappe. Siguió el asesinato del director Desmond Taylor, cuya vida de sexo y drogas fue aireada en las primeras planas, pero la gota que colmó el vaso fue el divorcio de la novia de América, Mary Pickford, del ídolo Owen Moore para casarse casi de inmediato con Douglas Fairbanks.
Hays aceptó llevarse el gato al agua a pesar de que nadie daba un centavo por su futuro. El caricaturista del New Yorker lo dibujó con unas enormes orejas de murciélago, dientes saltones como los de un conejo, la nariz ganchuda de un águila y unos ojillos ratoniles.
¡Oh tiempos, oh costumbres! Una vez Clint Eastwood dijo: “me gustan los héroes de hoy, con sus debilidades, su falta de rectitud moral y su toque de cinismo. En los tiempos del
Durante casi cuatro décadas William H. Hays fue el verdugo del cine norteamericano y decidió lo que no podía verse en la pantalla; bajo su puño de hierro era imposible que una actriz se quitara las medias; las parejas casadas debían dormir en camas separadas; se eliminaron las escenas de violencia o sangre; y por ninguna razón una mujer blanca podía besar a un negro.
Hays hizo carrera en la política y manejó la campaña electoral que llevó a la presidencia al republicano Warren Harding –de 1921 a 1923 – quien lo premió con el puesto de Director General de Correos. El perro guardián del presidente era un fanático presbiteriano, miembro de clubes como Kiwanis y Rotarios, además de masón y el único capaz de asumir la batalla contra la corrupción en el cine.
Sus padres lo habían educado de una manera estricta y con valores ultraconservadores al punto que nunca probó ni el cigarrillo ni el alcohol. Con esos antecedentes, renunció a su cargo en el gabinete de Harding y asumió la presidencia de la MPPA, puesto que ocupó hasta su jubilación en 1945,
Según Kenneth Anger, en
Apenas Hays llegó a Hollywood le apodaron el “caballero blanco” y la emprendió contra la promiscuidad, los juegos de azar, el alcohol y las conductas inmorales, que habían ocasionado las fundadas quejas de organizaciones cívicas, políticas y religiosas.
Por temor a la censura estatal, el cierre de los créditos bancarios y los continuos escándalos periodísticos, los productores de cine decidieron autoregularse y contrataron a Hays, quien junto a su amigo John Edgar Hoover –perínclicto director del FBI– asesoró a los productores sobre cómo filmar películas para evitar que el Concejo Censor del Estado las cortara.
Armado de una serie de normas que llamó
Sus primeras medidas buscaron mejorar la imagen pública de la industria cinematográfica y exigió eliminar toda referencia a los lujos de las estrellas, como los carros y los baños en champagne. Muchos actores conocidos y asiduos fiesteros fueron borrados de las carteleras y las mujeres con reputaciones dudosas fueron marginadas y las claúsulas de moralidad fueron incluidas en los contratos, sopena de despido si se comportaban de manera escandalosa. Hecha la ley, hecha la trampa. Rápidamente los estudios encontraron la manera de burlar el severo
Es así como surgen Jane Russell, Marilyn Monroe o Jane Mansfield expertas en sugerir sin mostrar y despertando en el público el deseo de verlas desnudas. La única posibilidad de ver mujeres ligeras de ropas era en películas bíblicas, de ahí el auge de este género con el director Cecil B de Mille.
William H. Hays nació en Indiana, en 1879, y llevó la vida gris de un burócrata. Estuvo casado con Jessie Herron, con quien tuvo a Will, que siguió la carrera judicial y fue fiscal y alcalde de Crawdfosville, un poblado de Indiana que agradeció sus servicios y le puso su nombre a una calle.
Hasta el sol tiene manchas. Si bien fue el fiel de la balanza moral norteamericana, Hays tenía sus bemoles, en palabras vernáculas: era un sepulcro blanqueado.
Pese a sus esfuerzos por limpiar las cloacas de Hollywood, la prensa sensacionalista le sacaba punta a cualquier desliz. Así lo hizo Canon Chase, un periodista escarba-estiércol, quien denunció al zar de la censura por recibir dádivas del barón petrolero Harry Ford Sinclair.
Resulta que Hays recibió un “donativo” de $75 mil y un “préstamo” de $185 mil de Sinclair, por sus “valiosos servicios” al encumbrar a Harding a la Casa Blanca.
Este “generoso caballero” protagonizó el sonado escándalo, denunciado en 1922, por The Wall Street Journal, que acabó con la carrera del Secretario del Interior Albert Fall, acusado de alquilar a Sinclair los yacimientos de petróleo del estado de Wyoming, conocidos como Teapot-Dome, según reportó el diario ABC en febrero de 1924.
De esta salió apenas librado pero el senador William E. Borah denunció que “Hays había obligado al Partido Republicano a venderse a sí mismo frente a los saqueadores de la nación” según cita Anger.Al pulcro de Hays le atribuyen –sin prueba por supuesto– el haber recibido $5 mil de David O. Zelnick, productor de
Ese inofensivo hoyito en la mitad del cuerpo femenino fue proscrito de las pantallas porque, según la esposa de Hays –en el acta de divorcio de 1952– para el censor representaba la vagina.
Cosas de la vida. Hays murió, en olor de santidad, el 7 de marzo de 1954 y entre los “chécheres” heredados a su hijo había una vasta colección fotográfica de , ¡adivinen!: ombligos.