Imbécil significa, según la Real Academia Española, “escaso de razón”. ¿De qué forma puede ser un insulto decirle a alguien imbécil? El imbécil es distinto al equivocado. Los primeros no oyen razones, y perseveran en el desacierto.A pesar de esa potencial precisión y de su tremenda capacidad expresiva, esas palabras “malas”, que consideramos obscenas, conchas o inmorales, con frecuencia incomodan o escandalizan.
Nunca entendí por qué, y mucho menos con qué criterio, decidimos que hay palabras bastardas que merecen ser exiliadas del uso aceptable del idioma, de la conversación cotidiana; de la boca “culta”.
En una brillante ponencia durante el III Congreso de la Lengua Española, en el 2004, el escritor y humorista gráfico argentino Roberto Fontanarrosa planteó una sólida “amnistía para las malas palabras”. Su texto es un clásico: “Muchas tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente las haga intrascendentes”, decía El Negro.
Aquel llamado de Fontanarrosa por un lenguaje menos acomplejado, merece seguir vigente y sumarse al derrumbe del apartheid de las palabras. Le agrego cuatro razones:
Las malas palabras son nuestras. ¡Muy nuestras! La connotación “negativa” de la mayoría de ellas solo se circunscribe a grupos sociales, étnicos, o territorios particulares. Son pocas las groserías universales. Hueco, cabrón, madre, chingo, sunga, balín, cabro, cuca, polla o guaricha, son palabras impronunciables en el contexto, país, y situación equivocados, aunque aquí bien podrían pasar inadvertidas.
Una mala palabra suele ser irremplazable. “Por sonoridad, por fuerza y por contextura física”, escribió Fontanarrosa. Las palabrotas ya ganaron la batalla porque son indispensables. Para casi todo existe un sinónimo; pero nada compite con el desahogo y la contundencia del insulto merecido.
Eso me lleva al siguiente punto: las malas palabras nunca deben ser un fin en sí mismas. Su uso debe estar justificado. ¡Hay que madrear con criterio! Porque la ofensa gratuita y la vulgaridad fácil son las herramientas usuales de la irreverencia más mediocre.
Finalmente, las malas palabras sirven para decir cosas buenas. ¿Quién no ha adornado un piropo o un cumplido con un buen putazo?
El frío no está en las cobijas. Desvelémonos por usar el lenguaje bien, y no por usar solo el lenguaje bueno.
Las verdaderas malas palabras no son las groseras, sino las falsas. No hay peor insulto que el eufemismo. Esas palabrejas rebuscadas que usamos para pretender, para disimular, para quedar bien o –en el peor de los casos– para no quedar mal.