Cerca de 1920, un español de apellido Benavides desempacó en Cinco Esquinas de Tibás. Allí, en el barrio donde había una conejera, el campo era vasto y las casas pocas, abrió una pulpería en la esquina de la que hoy es calle principal. La bautizó La Madrileña.
Tres años después y a 14 kilómetros de distancia, José Vargas Castro emprendió otro viaje. Uno mucho más corto. Dejó Salitral, un poblado de San Gabriel, para ir a buscar mejor vida en el centro de ese mismo distrito aserriceño. También puso una pulpería. En ese entonces no tuvo más nombre que el santo y seña de la esquina donde abrió, a una cuadra del templo católico.
Pasaron las décadas. En los dos negocios, los primeros propietarios presenciaron el adiós a los caballos y carretas para dar paso a los carros y motos. Continuaron cuando los alrededores se poblaron y la luz eléctrica sustituyó a candelas y lámparas de canfín. Pasaron también los gobiernos, la crisis de la deuda externa, los Programas de Ajuste Estructural, la pugna por el Tratado de Libre Comercio y la llegada de los grandes supermercados.
Con los años, los locales también cambiaron de dueños, pero 90 años después, La Madrileña y La Esquina siguen en el mismo lugar. La primera en su misma vieja estructura. La segunda conserva solo su fachada, pues por dentro se convirtió en minisúper con estantes y piso cerámico en vez de madera.
¿Por qué sobreviven? Dicen quienes hoy las administran que el secreto es el de siempre: conocer al cliente por su nombre y hacerse su amigo.
La radio y las leyendas
José Vargas murió joven, a los 54 años. Su pulpería en San Gabriel de Aserrí la heredó su hijo Abel.
Cuentan que a mediados del siglo pasado, después de las 6 de la tarde, la pulpe se llenaba de chiquillos descalzos, peones de finca y recolectores de café con chonete y cuchillo al cinto; de mujeres con trenzas socadas, buenas enaguas y delantal. La Esquina se transformaba en centro de entretenimiento cuando don Abel ponía sobre el largo mostrador de madera a la Coleman, una lámpara de gasolina blanca que hacía la luz en el recinto.
La Philco también entraba en escena. Era una radio dentro de un gran cajón de madera de la que salían las voces de don Tranquilino y doña Chona , El Matrimonio ideal.
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Hernán Calderón, entonces un chiquillo de 10 años, sacaba de la bolsa del pantalón el envoltorio de confites duros de mora o menta, que compraba a cuatro por un cinco (5 céntimos), y comenzaba a reír con las ocurrencias del programa.
Luis Vargas, uno de los cuatro hijos de don Abel, también recuerda que había noches en las que, con la excusa de comprar el pan para el otro día, Milo Moreno, Juan Ureña y otros adultos mayores de la época, se quedaban un buen rato en la pulpe . Aprovechaban las sombras proyectadas por la Coleman para contar leyendas.
Con toda la chispa y el detalle que ponían los narradores, La Llorona, El Cadejos y La Segua se convertían en vecinos de Aserrí.
A la mañana siguiente, cuando la claridad entraba por las paredes amarillas del negocio, llegaban otros clientes, quienes venían a comprar desde pueblos alejados, porque La Esquina tenía de todo. También era botica, ferretería, tienda de ropa y vendía jáquimas, gruperas y cinchas para caballos.
Detrás del mostrador, don Abel les daba la bienvenida. Al fondo, un rótulo advertía: “Las cuentas se pagan a seis meses”. Cada seis meses, libreta en mano, la gente de Limonal, Villanueva y La Legua, otro distrito de Aserrí, saldaba los montos fiados y, de paso, se endeudaba de nuevo con el diario , un par de zapatos, una camisa, las medicinas para los guilas, la mama o el tata .
Hace una década, don Abel, de 90 años, dejó la pulpería a su hermana Elsa. “Fue por las enfermedades; si no, ahí estuviera. Cuando me llevan a San Gabriel (hoy vive en Desamparados) es tan lindo. Ahí tengo a los amigos. A todos los conozco por el apodo”, se carcajea.
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Su hermana también tuvo que alejarse del negocio en el 2009. Ahora, Róger Cruz alquila La Esquina, hoy un minisúper. Reconoce que la clientela fiel es razón de peso para continuar con este histórico negocio.
Luchas en la ‘pulpe’
La historia de La Madrileña también está cargada de anécdotas y amistad. En 1981, cuando los Castro Ayala la adquirieron, la pulpería ya tenía 60 años y tres dueños a su haber.
Doña Hortensia Ayala y su marido, Joel Castro (q.d.D.g.), llevaban tres años de casados. Andaban buscando un negocio para estar juntos, sin descuidar a la recién formada familia. Un amigo les avisó de la venta del inmueble y no lo pensaron: cerraron el trato.
Hicieron maletas y atrás quedó la casa en el barrio González Víquez, en el distrito Catedral de San José, para mudarse a Tibás. Su hijo mayor, Joel, era un bebé.
Detrás del mostrador, comenzaron a hacer amistades mientras vendían libras de arroz, frijoles, manteca y piñas de pan de cinco bollitos. Era la época en que, por costumbre, se iba a la pulpe a comprar el diario y por todo se gastaban ¢20.000.
A partir de 1985, la familia creció y se completó con dos hijas más: Verónica y Natalia.
Antes del bautizo, la tradición en La Madrileña fue que todas las mamás del barrio pesaran a sus bebés en la antigua romana. Las dos hijas de don Joel y doña Hortensia no escaparon al ritual.
“Aquí, los tres aprendimos a leer y a escribir, a desenvolvernos, a tratar bien a la gente. Hoy cada uno tiene su trabajo, pero venimos a menudo a ayudar a mi mamá a atender. Esta pulpería nos enseñó a ser buenos administradores. Se gana poco y hay que manejar bien el negocio”, cuenta Joel.
La proliferación de supermercados y de minisupermercados cerca de Cinco Esquinas, a finales e inicio de siglo, los golpeó. Joel dice que la situación obligó a su papá, en sus últimos años, a manejar un taxi. Pero decidieron analizar cómo adaptarse y no desaparecer.
Se enfocaron solo en la venta al menudeo de las cosas que no ofrecen los supermercados: de ¢300 a ¢500 de salchichón o queso, bolsas con pequeñas cantidades de alimento para mascotas, huevos y salchichas sueltas.
Más allá de las cuentas y los números, doña Hortensia valora el cariño de la gente. Para sus cumpleaños, los vecinos irrumpían con marimbas y armaban la fiesta. Todavía hoy, para Navidad, llegan tantos conocidos a saludarlos que es imposible cerrar el negocio antes de las 11 de la noche.
Los Castro Ayala ya no viven en los altos de La Madrileña. Hace mucho tienen casa en Heredia. En 30 años, el barrio al que llegaron cambió mucho “en lo moral y lo espiritual”, asegura doña Hortensia. Pero les gusta estar ahí al menos 12 horas diarias. “Nuestro corazón sigue en esta pulpería”, confiesan.