En su forma breve, el evangelio de hoy se extiende del versículo 1 al 9 del capítulo 13 de San Mateo, al que se lo conoce como discurso parabólico pues incluye un total de siete parábolas: la del sembrador, la de la cizaña, la de la mostaza, la de la levadura, la de la perla y la de la red.
¿Qué es una parábola? Es una comparación, una semejanza. De ahí el comienzo de todas ellas: "El Reino de los Cielos se parece a...".
San Mateo puntualiza, al introducirnos en las parábolas del capítulo 13 de su evangelio, que Jesús "les habló mucho rato en parábolas" y lo hizo sentado, primero "junto al lago", y luego, por la afluencia de tanta gente, en una de las barcas que bien pudo ser la de Simón Pedro, símbolo de la Iglesia que sobre él habría de fundar, madre y maestra de la humanidad entera, invitada a escuchar la buena nueva de la salvación.
Salió el sembrador a sembrar. Así como él, todos los oyentes de Jesús conocían las faenas agrícolas de la Palestina de su tiempo, el tipo de tierra en que se siembra la semilla y los resultados previsibles.
En aquellos campos había de todo: trozos endurecidos, igual que senderos o caminos; piedras a flor de suelo; zarzas, la maleza más abundante en el país, simplemente volteadas por el arado; y desde luego, buena tierra.
Las palabras con las que se cierra la descripción "el que tenga oídos que oiga" nos dan a entender que la parábola, como era de esperar, tiene un significado especial, que el propio Jesús se va a encargar de darlo a conocer más adelante a los discípulos, pues los demás, les asegura, "miran sin ver, y escuchan sin oír y entender".
Y aquí está, cabalmente, una primera gran enseñanza de la parábola: la necesidad de una debida disposición para acoger la Palabra, simbolizada en la semilla, y que lleva en sí una innata y natural eficacia por ser Palabra de Dios, palabra creadora que hace lo que dice, con la sola condición de que encuentre oyentes dóciles, preparados para recibirla como una tierra buena la semilla.
Cabe, en consecuencia, el hacerse aquí la pregunta: Cuando yo escucho o lo leo la Palabra, ¿con qué actitud lo hago? ¿Con un corazón baldío, nada profundo, inconstante, copado por lo material, o, por el contrario, humilde, ávido de la verdad y el bien, dispuesto, como el de María, al decir "hágase"?
Para que la Palabra de Dios arraigue, crezca y dé fruto, es menester ser buena tierra. Y eso depende de cada cual.
La enseñanza principal, no obstante, es la invitación a la confianza en la eficacia de la proclamación del Reino y su advenimiento al mundo, tan diverso, en medio de las múltiples dificultades. Hay que ser optimistas: en el nombre del Señor, a sembrar, se ha dicho; la cosecha llegará a su tiempo indefectiblemente, y el fruto será, según los casos, "ciento o sesenta o treinta por uno".