La sal y la luz eran, y son, dos elementos esenciales e imprescindibles en cualquiera de los hogares del tiempo de Jesús, que se vale de ellos para expresar metafóricamente cuál ha de ser la misión que han de cumplir sus discípulos: dar sabor a las cosas de Dios como la sal lo da a los alimentos e iluminar con su ejemplo y enseñanza como la única lámpara que se usaba en las humildes casas (de una sola habitación) típicas de las familias campesinas palestinas.
Lo propio de la sal es sazonar, dar gusto a la comida, amén de preservar de la corrupción. Cabe, no obstante, que se desvirtúe y ya no sirva para una cosa ni para otra, sino para tirarla fuera y que la pise la gente, es decir, algo despreciable por inútil.
Es menester que los discípulos de Jesús muestren que lo son mediante las buenas obras de una insobornable autenticidad en su conducta, en su vida individual y profesional en medio de un mundo en el que abundan los corruptos.
Sólo el Evangelio de Jesús, asimilado y vivido profundamente, es capaz de inmunizar a los seres humanos de la corrupción, y, más aún, convertirlos en esa sal que sazona las cosas con la presencia y el sentido de Dios.
Jesús afirma de él mismo que es la luz del mundo (Juan 9,5). Y nosotros, incorporados a la Iglesia por el bautismo, compartimos esa luz: somos con él también la luz del mundo, como se dice expresamente en este evangelio de hoy que comentamos. De ahí el profundo simbolismo de encender las candelas del cirio pascual en la vigilia de Pascua y también en el bautismo.
Como en el caso de la sal, y aún más, se notará que somos luz por las buenas obras que hagamos para que, viéndolas los demás, sigan nuestro buen ejemplo y den gloria al Padre que está en el cielo, cuya bondad se refleja de algún modo en nuestra conducta ajustada a las enseñanzas de Jesús.
Y aquí dos cosas: una, no andar por ahí "pavonéandonos" de lo bueno que hacemos para vanagloriarnos de ello (¡la gloria sólo para Dios!); y la otra, no guardarnos para nosotros mismos esa luz, llevados de una falsa humildad.
Podemos, y debemos, reconocer la luz que de Cristo recibimos, no para exhibirla ostentosamente, sino para iluminarnos a nosotros mismos y a los demás; especialmente a los prójimos, a los que están más cerca, y más necesitados. El no hacerlo constituiría un gran pecado de omisión; pues la luz se nos da para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa.
El breve evangelio de hoy es parte del llamado sermón de la montaña. Y, las sentencias sobre la sal y la luz son como una especie de introducción al extenso discurso en el que Jesús instruye a sus discípulos acerca de cómo han de convertirse en esa sal y luz, y cuáles son las buenas obras que han de hacer para glorificar a Dios, el Padre que está en el cielo.