Es de notar, ante todo, que en esta historia-parábola del hombre rico y Lázaro, Jesús se dirige a los fariseos “que eran amigos del dinero” (Lucas 16, 14) y que esperaban justificarse por el mero cumplimiento de la Ley. El hombre rico es como un administrador que no hace un buen uso del dinero, y de ahí su falta y condenación.
Se trata de un hombre muy rico que se viste con ropa “importada”, de gran precio y que dispone de dinero como para banquetear “espléndidamente cada día” y no solo en las grandes fiestas.
El pobre, que estaba echado en el portal del rico, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse con lo que tiraban de su mesa, se llama Lázaro, en hebreo Eliézer. Los entendidos advierten que es el único caso en que al protagonista de una parábola se le asigna un nombre propio, y se pregunta, si no se trata de Lázaro de Betania, que tomó parte en un banquete y cuya resurrección no logró convencer a los fariseos de la mesianidad de Jesús.
Con respecto al buen uso de los bienes materiales, bienes “terrenos”, conviene tener en cuenta que todo terrateniente judío es un rentero de Jahveh (véase Levítico 25, 23) y que, en consecuencia, está obligado a pagar los correspondientes impuestos a los representantes de Dios, es decir, a los pobres, para compartir con ellos la tierra, siquiera fuese en forma de limosna (véase Miqueas 2,19). Insisto, de ahí la grave culpa en que incurre el hombre rico, al negarse a participar de su comida al pobre Lázaro que envidia en eso a los perros “que se le acercaban a lamerle las llagas” y que podían comer los trozos de pan con los que el amo limpiaba los platos o sus manos.
El desenlace, por lo mismo, es desigual: “se murió el mendigo, y los ángeles le llevaron al seno de Abrahám”, se murió también el rico, y “lo enterraron...” Lo del “seno de Abrahám”, que puede interpretarse en general como el cielo, equivale a la antigua expresión de “reunirse con sus padres”, es decir, con los patriarcas (véase Génesis 15,15); y, en concreto, indica la intimidad con Abrahám en el banquete escatológico que se celebra con el advenimiento de Jesús.
Al decir el evangelio que “lo enterraron” significa que lo sumergieron en el hades o infierno, morada de los muertos.
Según la mentalidad judía en ese lugar había dos sectores contiguos, el de los buenos y el de los malos, y allí permanecían hasta la resurrección y el juicio, la consiguiente separación y destino al final de los tiempos; todo lo cual queda patente en el breve diálogo que se establece entre Abrahám y el rico que lo ve “de lejos”.
La frase con que se cierra el evangelio “no harán caso ni aunque resucite un muerto” no solo subraya que no es suficiente el conocimiento de la Ley (que hay que cumplir con amor) sino que enseña también que hasta los acontecimientos más maravillosos, como lo es la resurrección de un muerto, son incapaces de provocar en el hombre la conversión, si no está bien dispuesto. Y los fariseos no lo estaban. Y, con frecuencia, los ricos, apegados a sus bienes, tampoco lo están. ¡Cuidado, pues!