Hola Regina: mi nombre es Rosalía Rodríguez Rodríguez y tengo 101 años. Vos no sabés aún de estas cosas, pero es mucho tiempo. Nací el 30 de junio de 1909, en un lugar allá por unas montañas que llaman Palmira de Zarcero. Fui la sexta de los 16 hijos que don Domingo y doña Bernabé trajeron al mundo.
Quizá alguna vez conocí a tu tatarabuela, pero esta cabeza mía puede que no lo recuerde. Con decirte que ya no recuerdo a todos mis hermanos... Agustín, Claudio, Bella, Flora, Máximo...
Tuve suerte de haber nacido mujer, como vos. Fui hija, hermana, madre, esposa, amiga y abuela. Jugué, reí, aprendí y lloré. Y aunque sufrí, fui dichosa. Viví.
¿Por qué te hablo ahora? Para algunos será difícil, te dirán que a quién se le ocurre nacer por estos días, y nacer mujer. Que la crisis te golpea, que no alcanza la plata, que la inseguridad azota las calles, que la sociedad machista todavía se resiste a morir.
No les hagás caso. Yo crecí con el siglo. Desde que era pequeña, la vida nos puso obstáculos más grandes, pero también nos dio las armas para superarlos.
Mi papá trabajaba en una finca lechera, y ninguno de sus primeros hijos pudo ir a la escuela. Había que caminar muchos kilómetros para encontrarse a una maestra. Además, alguien tenía que ayudarles a él y a mamá con todo el trabajo que tenían.
Pero mamá fue como un ángel para nosotros. Hacía muchas cosas para vender, sabía de costura, de cocina y, mientras nos enseñaba los oficios de la casa, también nos enseñó a leer y a escribir.
Así tal vez vos te encontrés obstáculos como esos. Tal vez descubrás que superarse es difícil, que tu niñez puede venir cargada de limitaciones, pero no te dejés vencer; como nosotros, tendrás en tu mamá a un ángel.
Cuando entré a la adolescencia, nos mudamos de casa. La situación económica mejoró un poco, pero la vida tiene sus golpes. Primero nos faltó papá y cuando mamá ya no estuvo con nosotros, todo fue muy difícil. Cuando a uno le faltan los mayores es algo fatal, pero hay que aceptar todo lo que Dios nos manda.
Mis hermanos mayores ya estaban casados y vivían fuera de casa. Yo era la mayor, así que me hice cargo de los menores: cuatro hermanas, un hermano varón y una sobrina.
¡Cómo costó salir adelante! Lavando y planchando ajeno, trabajando en el campo y en una escuela, logré terminar de criarlos hasta que hicieron su hogar.
¿Sabés? Son las responsabilidades de la vida, pero es lo menos que podía hacer por la familia. Ellos serán tu compañía, tu apoyo. Por más que busqués, el amor y la solidaridad que hay en tu casa no lo encontrarás en ningún otro lado.
Amá a tus padres y respeta a tus hermanos, que seguramente no serán tantos como los míos.
Cuando todas mis hermanas se casaron, el pequeño Máximo y yo nos mudamos a San José. Él fue el último de mis hermanos al que terminé de criar, el único que pudo ir a la escuela.
Ya me acercaba a los 40 años, cuando Dios me dio la bendición de ser madre. Tuve una niña hermosa como vos, y aunque el padre de ella nunca la vio crecer, no fue necesario: ya había logrado sacar adelante a mis hermanos.
Primero, me ganaba mis cinquitos vendiendo tortillas por encargo, hasta que conseguí trabajo en un hotel de la capital.
Me levantaba temprano para bañar a mi niña, la vestía, la alimentaba y la dejaba al cuidado de unas señoras. No eran tiempos fáciles, mas era feliz.
El secreto está en no dejar que tu corazón se llene de rencor. Recordalo: mucha gente te fallará, es inevitable. Te bajarán el cielo y las estrellas, les darás tu confianza y te defraudarán, pero nunca cerrés las puertas de tu corazón.
Cuando menos la esperaba, mi felicidad aumentó. Un día grandioso, se hospedó en el hotel un señor. Era un hombre alto y moreno, decían que venía de otro país, de una isla. Nos conocimos, nos hicimos amigos y, aunque ya tenía mis añitos encima, me enamoré como una chiquilla.
Yo no hablaba su idioma ni él, el mío. Sin embargo, entre gestos y señas el amor floreció.
Había venido a estudiar por un tiempo; sin embargo, las cosas se complicaron en su tierra y decidió quedarse conmigo.
Algunos nos criticaron y se opusieron a nuestra relación. Por aquellos días, cierta gente no respetaba las diferencias de los demás, pero fuimos valientes y defendimos lo que sentíamos. No hay idiomas ni fronteras para el amor. Unimos nuestras vidas, formamos un hogar y trajimos al mundo a otra hermosa niña.
Fui tan feliz con él. Era un hombre magnífico, honrado, responsable, educado, un caballero. Vivimos juntos 50 años; un día, hace más de una década, a Dios se le ocurrió quitármelo.
Sufrí mucho, no te miento. Todavía hoy, con esta vejez que cargo, no me da pena decírtelo: fue la tristeza más grande.
No dejés que el dolor te invada. Cuando la tristeza te alcance y las ausencias te hagan llorar, recordá siempre los buenos momentos. No te detengás en los puntos grises de la vida. Llorá, llorá, pero levantate y seguí adelante. Luchá por ser feliz.
Hoy soy una mujer dichosa. Cuando muchas no se lo esperan, el cielo me premió con dos hijas, seis nietos y cuatro bisnietos.
Ellos han sido mi compañía y soporte durante el atardecer de mi vida. Si la soledad y la nostalgia me han hecho tropezar, ellos han estado ahí sin condiciones para conversar, para hacerme sonreír.
Esa es una de las razones por las que aún tengo fuerza e ilusiones para seguir viviendo.
Todos los días me levanto temprano, me visto, voy a la iglesia y, de vez en cuando, hago lo que tanto me gusta: cocinar. Me encanta consentir a mis chiquitos con alguna cajeta o unas empanaditas.
Ahora camino lento, tengo 101 años, pero no dejo de avanzar. Avanzá vos también, mi pequeña Regina. Viví el privilegio de ser mujer. De expresar tus sentimientos, de mirar la vida con los ojos del alma, de entregarte por completo a los tuyos.
Llená tu cartera de pasión, amor y esperanza. Elegí el buen camino y avanzá. Luchá por tu felicidad y gozá la vida, que al final te parecerá demasiado corta.