EL MEDIODÍA VUELA hacia Escazú y, si el hambre se junta con las ganas de comer, no pudo escoger mejor destino: a este cantón josefino le brotan mesas debajo de las piedras. A propósito de cantones (¿habría que decir cantonés?), nos habían contado que la auténtica comida china había inaugurado un nuevo reino en los alrededores, así que teníamos que ir a averiguarlo.
Efectivamente, en la frontera con Santa Ana, un restaurante chino relucía de nuevo en todos sus cementos, ofreciéndole a los visitantes el parqueo más cómodo de la Historia Universal. El enorme rótulo giratorio ponía Lotus en enormes letras brillantes, como una bandera metálica e indestructible.
La extensa fachada de cristales hasta el suelo nos recordó esos sitios enormes, un tanto impersonales, donde tantas cosas pueden suceder; sin embargo, una fila exterior de lamparitas rojas y una hilera de plantas naturales le daban un aire casero a la edificación.
Más tarde descubrimos que, en alguna de sus esquinas traseras, también se debe esconder la vida familiar de los propietarios del restaurante pues, frente a nuestra mesa, del otro lado del vidrio, pasó varias veces una abuelita paseando en sus brazos a una diminuta y rolliza figura, más alegre que un pokemón.
Las decenas de mesas permanecieron imperturbables cuando ingresamos al salón. Cubiertas de manteles blancos y rojos y servidas de antemano con platos y cubiertos, sólo unas cuatro de ellas estaban ocupadas para el almuerzo; una por un enjambre de mujeres asiáticas que charlaban y reían animadamente.
El ambiente, clásicamente chino pero sin llegar jamás al chino-turístico, era sobrio y tranquilo, animado con una musiquilla camaleónica mezcla de Vicky Carr con música tradicional venezolana. O algo así.
Sabor de todos los gustos
Empezamos segurísimas con limonadas y batidos de frutas, pero a la hora de los sólidos no tuvimos más remedio que ametrallar al mesero con una descarga de frases tipo ¿y esto, qué es? y ¿esto otro, qué trae? El menú de Lotus, con 99 platillos que parecen 3.000, alcanza para satisfacer cualquier antojo, con cualquier salsa, carne, pescado, verdura, hongo o rama.
Guiadas por el instinto -que a esa hora ya era hambre- iniciamos el recorrido por China con calamares fritos, bocadillos Lotus y berenjena china frita, unos platillos deliciosos y empanizados pero cuya exquisita pasta hubiera estado mucho mejor sin esa marca de aceite. El chef sabe a qué me refiero.
En todo caso, las deliciosas salsas que acompañaban nuestros platos -una levemente picante y otra de soya, como agridulce- le daban una textura mucho más crujiente a las frituras. Pero la jornada se puso verdaderamente buena cuando llegó el moo shoo de cerdo con salsa de ciruelas y la olla de falda de res.
La verdad es que cada una tuvo sus propios anzuelos con la elección de la comida: una por las ciruelas (porque no puede evitar la dulzura ni cuando come cerdo) y la otra por la falda (no puede evitar ser la madre de todas las madres ni cuando lleva pantalones).
El primero venía listo para armar: delicadas crepas de trigo por un lado, salsa de ciruelas por otro y una suculenta mezcla de repollo, hongos de árbol, bambú y carne de cerdo por otro. Todo era cuestión de organizar y comer. Y comer.
La locura total fue la "carne con enaguas". En serio: el aroma que desprendía la pequeña olla metálica era de una delicadeza impresionante, algo que más tarde atribuimos a las semillitas de anís chino que descubrimos entre la salsa y los trozos de hongos y verdura. Por unanimidad, declaramos a este plato novio de Centroamérica, con la firme esperanza de que tenga muchas visitas prematrimoniales.