Se identifican como “tíos” frente a desconocidos, pero en la intimidad de su casa, ambos se comportan, con la mayor libertad, como los papás de una parejita, de cinco y diez años.
Es una forma de protección; no para ellos, que tienen muy clara su condición de gais y están acostumbrados a que les arruguen la cara y murmuren a sus espaldas. Lo hacen para proteger a sus hijos. No quieren que enfrenten las mismas burlas y el desprecio que les ha curtido a ellos la piel a punta de golpes y reveses recibidos de los otros.
Esta es la historia diaria de Luis y Santiago, una pareja de homosexuales que convive desde hace una década. La mitad de ese tiempo, han asumido la paternidad de dos menores abandonados por sus padres, dos jóvenes heterosexuales.
Llevan nombres ficticios porque así lo pidieron. Le tienen miedo a la intolerancia y a la falta de respeto que puedan sufrir sus pequeños por ser hijos de quienes son. Esta aprensión es más poderosa que su deseo personal de reclamar el derecho a tener una familia como la tienen “todos los demás”.
“Si a mí me preguntás si soy gay, yo lo reconozco. Pero la situación es diferente porque debo tener mucho cuidado con los chicos. A ellos, yo se los diré en su momento; por ahora son muy pequeños”, explica Luis.
A cambio de esa confidencialidad y de “no fotos”, esta pareja y una de lesbianas accedieron a contar cómo es una familia homoparental (un hogar cuyos padres son ambos del mismo sexo).
Solo hasta mediados del próximo semestre se conocerá cuántos hogares costarricenses están encabezados por parejas del mismo sexo, similares a la de Luis y Santiago.
El dato saldrá del último censo nacional de población (2011) –el primero de estos estudios que incluyó una pregunta para explorar el tema– pues, hasta ahora, las estadísticas no los registran.
“En los censos anteriores, el programa de cómputo consideraba como ‘error’ cuando había un jefe de hogar y su cónyuge era del mismo sexo. Entonces, se corregía la información”, recuerda el demógrafo Luis Rosero Bixby.
Tampoco hay datos en el Registro Civil pues los únicos matrimonios que se registran allí son los que se dan entre un hombre y una mujer. En el país, todavía no está aprobada la legalización de las relaciones entre parejas homosexuales, aunque se lleva un pulso intenso en estrados judiciales y políticos para conseguir ese derecho.
Los pocos datos disponibles en Costa Rica provienen del Centro de Investigación y Promoción para América Central de Derechos Humanos (Cipac).
El jefe de su unidad política, Francisco Madrigal, dice que, mundialmente, se calcula que el 10% de la población masculina es homosexual. Esta cifra se puede extrapolar a Costa Rica.
En un estudio hecho por ese Centro, en el 2008-2009, se halló que el 17% de la población gay-lésbica admitía tener uniones de pareja superiores a los tres meses y hasta los diez años.
Otro estudio del 2008, encontró que el 4% de 1.571 colegiales entrevistados afirmaron no ser heterosexuales (1,1% se reconoció gay; 2,7%, bisexual, y 0,3%, lesbiana).
La sociedad, a través de diferentes manifestaciones, se ha encargado de convertir este tema en algo subterráneo y oculto, pero lo cierto es que estas familias están ahí, y podrían ser más de las que la gente se imagina.
Los dos hijos de Luis y Santiago van a una escuela pública donde sus maestras son las únicas que saben el tipo de hogar donde crían estos pequeños. Luis consideró necesario que las
“Lo tomaron muy bien, pero yo no quiero que lo sepan otros papás ni los estudiantes. Por supuesto, algunos sospechan que soy gay. Solo con eso, ya hay mamás que me vuelven la cara”, sostiene. Luis ha asumido la tarea de llevar a sus hijos a la escuela, asistir a las reuniones de padres, ayudarlos con las tareas y hasta vestirse de payaso para las actividades familiares en el centro educativo.
Desde hace cinco años, los chiquillos llegaron a su vida cuando el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) se los entregó. Resulta que su hermana y el marido fueron acusados de negligencia y abandono. El PANI se los entregó a Luis por ser el único familiar cercano que aceptó cuidarlos.
Ahí empezó todo para él, que nunca le pasó por la mente la idea de cambiar pañales, visitar periódicamente al pediatra o recorrer la avenida central de San José buscando juguetes, libros de cuentos y ropa infantil.
Su pareja lo ha apoyado en todo momento y, según dice, son una familia común y corriente, con la única excepción de un impedimento que les duele en el alma: no poder caminar juntos –los cuatro– de la mano, como sí lo hacen familias heterosexuales con toda la libertad.
Las manifestaciones de cariño entre ellos se las guardan para momentos y lugares mucho más privados, dice Luis. De todo, esto es lo más difícil de ser un hogar homoparental.
La manera en que se integró esta familia de gais es una de las formas más frecuentes en que surgen estos hogares: cuando tíos, tías y hermanos homosexuales se hacen cargo de menores de edad abandonados por otros parientes.
En el rastreo de casos para este artículo, no hallamos ningún hogar formado con ayuda de los llamados “vientres de alquiler” (embarazos subrogados), aunque eso no quiere decir que no existan.
Cuando se trata de lesbianas, es más común que estos hogares se integren con los hijos de una de las dos mujeres, procreados bajo otras circunstancias (matrimonios o relaciones heterosexuales anteriores). Fue lo que le sucedió a Ana y a Patricia, quienes conviven desde hace cinco años. Patricia acogió como suyas a las dos hijas de su pareja.
En su caso, Patricia siempre supo que le gustaban las mujeres. Ana no; por lo menos, no con claridad, a pesar de que su primer beso fue a una de las vecinitas del barrio. Ana fue una adolescente noviera, quedó embarazada a los 15 años, se casó a esa edad con el padre de su hija y se divorció tres años porque aquella fue una relación donde imperó la violencia. Más tarde, tuvo a su segunda hija y, hace cinco años, encontró a Patricia.
Desde entonces, no se han separado, a pesar de que algunas de sus tías aseguran que ambas “están poseídas por el demonio”, y que en esa casa “reina el mal”.
Para muchas personas, imaginarse este tipo de relaciones equivale a rozar los límites del infierno bíblico.
“Dios nos hizo con géneros diferentes para procrear; esa es la ley divina, que se ha dejado de lado. Por eso, hoy en día es un desorden la vida misma. ¿Qué más falta ver en este nuevo siglo: hombres casados con vacas, o mujeres con caballos para, como ellos dicen, ser ‘de mentes abiertas’? Me parece que todo tiene un límite”.
Esa es la opinión de una persona que se identificó en el Facebook de nacion.com como Joyce, cuando la
En una sola tarde, más de 700 voces se manifestaron en la página que posee
Sin duda, es un tema que está en la epidermis de la mayoría. “Más que una posibilidad, es una realidad, y es hora de asumirla. Muchísimas parejas homosexuales han formado una familia, y lo cierto del caso es que, mientras esas parejas no tengan los mismos derechos, siguen recibiendo un trato discriminatorio por parte del Estado”, opinó en Facebook Enrique Sánchez Carballo desde el otro extremo de la balanza, donde están quienes favorecen esas relaciones y no les ven inconvenientes.
“Tenemos parejas gay-lésbicas más estables. Ya duran más años y ahora el tema no es tan clandestino como antes”, dijo Francisco Madrigal, del Cipac.
Conociendo la roncha que saca este asunto con solo mencionarse, el abogado Yashin Castrillo se ha propuesto, desde hace varios años, luchar en todos los estrados para que se reconozca el derecho de las parejas homosexuales a legalizar su situación.
Él ya conoce el trillo hasta la Sala Constitucional, la Asamblea Legislativa, los tribunales de Justicia... porque sabe que este es un paso esencial, no solo para parejas del mismo sexo sin hijos, sino para los hogares homoparentales: la pareja se beneficiará de una eventual legalización; y sus hijos también, opina.
“A pesar de que, a primera vista, pareciera que estamos más cerca (de la legalización), también digo que estamos como en estado de
Castrillo mencionó un fallo reciente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) (del 24 de febrero).
Él lo considera una gran puerta abierta para que, por ejemplo, mujeres en una relación lésbica a quienes quieran separar de sus hijos biológicos debido a su preferencia sexual, puedan hacer valer su derecho a la maternidad. El fallo – conocido como sentencia Karen Atala Riffo versus Chile – también protege a los hijos de las madres lesbianas.
Según Castrillo, los beneficios de la sentencia alcanzan igualmente a las parejas gais. “Desde el punto de vista legal, todas las instancias administrativas y judiciales en materia de familia del país, ya no pueden utilizar el argumento de la orientación sexual para restringir el derecho de una pareja homosexual a adoptar a un niño”, afirmó.
Patricia es la madrina ante la Iglesia de las hijas de su compañera, actualmente de 12 y 18 años. Esto lo aprovecha para presentarse como tal ante los extraños, a pesar de que las muchachas conocen muy bien el tipo de relación que tiene con su mamá, y la aprueban.
Mientras tanto, Ana se pregunta por qué ella tuvo que ir a la escuela a aclararle a la maestra su relación con Patricia.
“Lo hice para que no me molesten a la chiquita”, se responde a sí misma. Es difícil. Hasta ahora, ella ha tenido que asumir gran parte de la carga económica del hogar, pues Patricia ha perdido dos trabajos en cuanto saben de su preferencia sexual.
Marta, la hija menor, está feliz con ellas. “Tengo dos mamás, ¿qué más puedo pedir? Mientras una me peinaba, la otra me ponía las medias”, responde sin rodeos. Patricia le dio a Marta los abuelos que no tiene de parte de sus padres biológicos.
En el Ministerio de Educación Pública (MEP), conocen de estos casos. Tampoco hay registros, pero existe la percepción de que su frecuencia ha aumentado. En escuelas y colegios públicos, han tratado tanto con alumnos con inclinaciones homosexuales como con hijos de hogares donde hay dos mamás o dos papás.
En las instituciones públicas, al menos, ya rige el
Solís es, además, doctora en Psicología y especialista en derechos de la niñez y la adolescencia. En su calidad de especialista, considera que la crianza de los menores no se ve afectada si crecen en un hogar homoparental: “La crianza se puede dar por cualquier adulto que tenga una capacidad de distinguir al otro en su verdadero valor. Los chicos de familias homoparentales no se diferencian de los criados por heterosexuales en ninguna área: ni en autoestima, ni desarrollo motor u oral, tampoco se difiere en la identidad sexual. Estos chicos mantienen relaciones normales con sus compañeros y son tan populares como cualquier otro niño o muchacho criado por un papá y una mamá”.
“No hay consecuencia negativa, y eso está comprobado. Qué mejor demostración que los homosexuales de hoy: ellos fueron criados en hogares heterosexuales”, agregó Solís.
Esa es una arista crítica del tema que reconoce el director de la Clínica del Adolescente, del Hospital Nacional de Niños, Alberto Morales Bejarano.
“Las condiciones básicas y mínimas para un crecimiento y desarrollo saludables de un niño deben estar dadas por un ambiente donde reciba cariño; un ambiente en el cual el menor se sienta parte de él; un ambiente protector y estable. En condiciones ideales –aclara Morales–, es importante un hogar heterosexual para el crecimiento y el desarrollo de los niños. Contar con la figura masculina y femenina en la construcción de su personalidad les dará mayor ventaja, porque tienen el modelaje para incorporar el funcionamiento comparativo de ese doble rol”.
Este lunes, muy probablemente Luis irá a dejar a su chiquito a la escuela, como lo ha hecho en lo que va del año. Y lo seguirá haciendo aunque haya mamás que lo miren de reojo “como si se tratara de un marciano caído de la nave espacial”, según lo describe.
Marta sacará el sexto grado y sus dos mamás la acompañarán a su baile de graduación. Cerca del fin de año, sus mamás planean salir de vacaciones para celebrar un aniversario más juntas, pero no les será fácil encontrar un sitio. En el último hotel de montaña al que llamaron para comprar un paquete de noche de bodas, les dijeron que ahí solo reciben “parejas normales” pues era un “sitio familiar”. Cuando la niña oye esto, solo atina a reír al tiempo que dice: “¡Pobrecitos!”