No fueron muchos, pero sí muy machos. Los cinco integrantes del grupo mexicano Los Tigres del Norte no habían comenzado a rugir cuando ya todo el mundo pegaba gritos y alaridos. Un preámbulo circense de reflectores y efectos de sonido anunció, la noche del pasado jueves, la llegada al escenario de los músicos norteños, que fueron apareciendo uno a uno tras escuchar su nombre, envueltos en una cortina de estruendo.
¡Óscar!... ¡Luis!... ¡Eduardo!... ¡Hernán!... ¡Jorge!... El furor sólo fue proporcional a la emoción que dejó fuera de sí a sus seguidores, quienes pudieron hacerle frente a las montañas de San Ramón de Tres Ríos y a su frío congelante, con tal de ver en vivo a sus ídolos, conocidos en el mundo entero por su manera de cantarle al pueblo, bajo el fuego cruzado del tex-mex.
Un par de horas antes, la cantante tica Elena Umaña, del grupo Kalúa, había empezado a provocar torbellinos de agitación y sombreros en las praderas del Club Campestre La Campiña. Cantando a voz en cuello, la fuerza de su garganta le sacó coros a cada rincón de los alrededores y la agitación de sus caderas se tragó la primera parte del concierto en un santiamén.
"Una bulla allá arriba", gritaba ella cada cierto tiempo antes de lanzarse de nuevo contra el micrófono con su estribillo: "tú bien sabes que es amor; pobre de mí; ¡ay, cómo duele!..."
Noche de fieras
El público no terminaba de acomodarse ni en las sillas, ni en el zacate. Borrados y dispersos bajo la negra inmensidad del cielo, los asistentes eran una mancha ambulante de gritos, cervezas y cigarros. Pese al frío, nadie parecía sentirlo sinceramente. Parejas de viejitos, familias bautizadas bajo el mismo sombrero, y parejillas de toda índole y bigote transitaban de un lado a otro, emocionados y agradecidos.
Una interminable fila de autos serpenteaba el camino hacia La Campiña, iluminando la oscura lejanía con sus ojos de luz. Una vez arriba, traspasadas todas las barreras de seguridad, se abría la explanada del concierto y el gigantesco escenario, iluminado por cientos de focos incandescentes, era lo más cercano a una pista de lanzamiento de la Nasa. Frente a él, 500 sillas del área preferencial recibían el golpe cardíaco de los ritmos norteños.
A eso de las 8:30 p. m., las cosas no podían ir mejor. Unas torres amplificaban el sonido de Kalúa y lo lanzaban con fuerza más allá de las montañas, provocando un retumbo casi sobrenatural. El público y el hambre se habían duplicado. Muchos caminaban con una hamburguesa en la mano, pero sin perder el ritmo, y daba gusto ver la disposición de ánimo de los más jóvenes que cantaban y masticaban y fumaban y bebían; todo al mismo tiempo. La atención casi académica de los mayores se limitaba a comer, cantar y fumar.
Al ser las 9 p. m., un par de miles de personas se habían plantado en La Campiña y, en lo alto de los montículos vecinos, rodeando el escenario desde lejos, sus siluetas recortadas parecían totems de humo de cigarro. Salvo destellos ocasionales sobre el público, toda la iluminación estuvo siempre en escena.
Rugidos de macho
Tras la salida de Kalúa, un breve receso marcó los minutos más ansiosos de la jornada. El escenario cambió de pronto, se puso como plateado y filoso, y una voz empezó a lanzar agresivos rugidos de felino macho. Sucesivos estallidos de luz y unas columnas luminosas como melcochas fantasmales vieron aparecer, uno por uno, a los hermanos Hernández, legendarios fundadores de Los Tigres del Norte.
No hubo nada que hacer. El público dio un salto del que no pudo volver a recuperarse. Bailar, o más exactamente hacer cualquier cosa con tal de que el cuerpo diera rienda suelta a su emoción, fue lo que hicieron todos durante el resto de la noche. Muchos tenían cara de un sueño hecho realidad y se miraban entre sí, buscando aliados ante su suerte.
Jefe de jefes fue la canción que desató la locura; así de fácil. Casi sin detenerse, Jorge, el hermano mayor del clan Hernández, fue el encargado de sostener las conversaciones a micrófono abierto con el público, al cual no dejó de instar para que les solicitaran canciones de su preferencia, a través de papelitos.
Siguieron éxitos como Por qué voy a llorar , Golpes en el corazón , La mesa del rincón , La reina del sur , La puerta negra ...
Así, los cinco tigres trastabillaron sobre el escenario al ritmo de tacones y guitarras, acordeones, saxofones, bajos y baterías. Y aunque el público fue presa fácil, también se veía muy satisfecho.