En una reciente visita a Inglaterra, tuve la oportunidad de estar en el edificio de la Corte Suprema de Justicia en Londres.
Solo entrar a aquel antiquísimo y frío edificio, produjo en mi la sensación de estar en una especie de iglesia, cuyo altar era aquel elevado estrado de la sala de juicios en la que llegué a encontrarme. La audiencia comenzó y al llamado de atención de un funcionario judicial, los que estábamos en la sala fuimos obligados a ponernos en pie dado que el honorable juez, así se anunció, ingresó al salón y se sentó en el “altar”.
Hasta que el juez tomó asiento, los demás pudimos hacer lo mismo.
En ese momento, algo pasó por mi mente.
A partir de ahí, tengo que confesarlo, no pude poner mayor atención a la audiencia que se celebraba.
La frase “preside el honorable juez”, cuyo nombre no recuerdo, no salía de mi pensamiento.
El diccionario de la Real Academia Española define como “honorable” a aquel que es digno de ser honrado o acatado. A su vez, la persona honrada es quien actúa con integridad y es recto de ánimo. Encontré una profundidad increíble en aquella frase, pero lo que más me llamó la atención, fue lo que posteriormente supe.
Este honorable juez, me dijo alguien, es conocido por su integridad y honradez al servicio del país. Su presencia genera respeto no sólo por sus decisiones judiciales, sino también por su calidad de ser humano. Así entonces, era necesario ponerse en pie cuando alguien como aquel personaje ingresó a la sala de juicios. Cuán importante es, pensé, respetar y honrar a la autoridad, y cuando esta autoridad va de la mano de la probidad y el decoro de quien la ejerce es sencillamente placentero reconocer con cualquiera que sea el gesto a aquel o aquella honorable persona.
Y es que la honorabilidad debe mostrarse en la totalidad de la vida personal. El juez o jueza es honorable porque sobre sus espaldas recae una función divina, la de aplicar justicia. Su pulcritud debe extenderse desde sus palabras, hasta la forma en que se dirige a diario, mostrándose como el ejemplo a seguir. Así es, aquel juez tuvo que haber pasado por un largo recorrido para llegar hasta donde está. Las aulas universitarias le han dado la “información” que requirió para su cargo, pero en su interior lleva la “formación” que le reviste de su honestidad.
Claro, por ello es un persona de confianza, pero no de esos que confunden esta palabra con libertinaje para hacer lo que se le venga en gana. Su puntualidad no admite impuntualidad en otros. La investidura que tiene le da autoridad, pero lo que él es en sí mismo, le da la categoría a la autoridad. Intachable desde sus zapatillas hasta su peinado, muestra por fuera lo que los demás saben que él es por dentro. Su responsabilidad con el trabajo habla de su responsabilidad para con la vida y por eso sus palabras tienen eco en muchas personas a su alrededor. No por casualidad está ahí. De hecho, no es porque tiene este o aquel apellido. Tampoco fue elegido porque era el más antiguo en el trabajo, único parámetro de elección. Está en su puesto por mérito personal. Tampoco resultó electo en una votación por su condición de “a más no haber”.
Nadie lo puso ahí, más que su propio esfuerzo y su idoneidad para el cargo, ni la política, ni la prensa, ni la trayectoria prominente de su familia en puestos similares, ni porque se le debía un favor. Este es el trasfondo de la necesidad de ponerse en pie para reconocer no solo una autoridad delegada a un juez, sino también a un ser humano ejemplar. Es bueno haber estado en aquella sala de juicios en Londres.
Bueno es también saber que como juez en Costa Rica, puedo ser todo lo que supe de aquel hombre, y que quienes sean y vayan a ejercer como jueces, sean también personas con gran probidad y decoro, como requisito indispensable para ejercer tan digno cargo.
Manuel Rojas López, juez de Juicio. Tribunal II Circuito Judicial de la Zona Atlántica. Miembro de ACOJUD