El río San Juan baja por la ribera en busca del mar Caribe como un cocodrilo viejo y cansado, mientras que en paralelo, en un tramo de la trocha fronteriza, dos policías de la Fuerza Pública velan por la soberanía nacional desde un cuadraciclo.
Es media mañana. El sol cae casi perpendicular sobre la grava de la ruta 1856 que pasa a un costado del puesto policial conocido como Delta Costa Rica. Aquí está el kilómetro cero. Aquí empieza la trocha fronteriza, una paradoja en sí misma, por ser el camino que lleva a la gente a ningún lado.
A ningún lado porque una vez que se llega a un punto determinado de la ruta de 160 kilómetros, es imposible trasladarse a otro poblado si en medio hay un río, una quebrada o un caño.
Así lo confirmó un equipo de La Nación que intentó transitar la vía para verificar las vivencias de los olvidados vecinos de la zona donde el Gobierno invirtió ¢23.000 millones.
El intento de avanzar por la ruta implicó un recorrido total de 980 kilómetros, seis veces más que la distancia prevista por el Ministerio de Obras Públicas.
La falta de puentes, el abandono y la ausencia de calle en algunos tramos, afecta a los pobladores que el año pasado recibieron con brazos abiertos el plan del Gobierno y que, ahora, tienen pedazos de calle que no les soluciona su aislamiento.
El calor empieza a volcarse sobre esta parte del mapa nacional. La trocha yace tirada a la orilla del San Juan y sobre ella, machete en mano, con la camisa sobre la cabeza para hacerse sombra, viene Eduardo López Acevedo, jornalero que en tres palabras resume la ansiedad de los pobladores de la zona norte: “Ojalá la terminen”.
Acevedo, como todo aquel al que se le consultó en el camino, dice que la trocha es necesaria, que fue buena, que trajo electricidad. Eso no se lo quita nadie, agrega; sin embargo, afirma que mientras no se construyan los puentes prometidos el año pasado, las cosas siguen igual.
“Hace falta el puente del río Sarapiquí, mucha gente trata de dar la vuelta, pero hay caminos a los que todavía les falta un montón. Nos dijeron que en este verano empezaban a caminar, pero vamos a ver...”, expresa Acevedo, mientras se arrima a la sombra de un ceibo.
Acevedo se va con su machete bajo el sol. La ruta está por delante, el avance es agradable durante unos 15 minutos, hasta que el camino empieza a dar señales de abandono. Cerca de la desembocadura del río Sarapiquí, un par de peones batallan contra la maleza que de la nada empezó a ganarle camino al camino.
Los peones limpian la calleja para abrirse paso para recuperar la vía. Afirman que no hay mantenimiento de parte del Ministerio de Obras Públicas y que los dueños de las fincas se ven obligados a poner peones a limpiar la maleza que se va comiendo el lastre y la piedra.
Este será el único mantenimiento que se encontrará en el recorrido. Solo un par de kilómetros más adelante, la trocha se acaba, rendida ante la imponencia del río Sarapiquí, justo en el punto en el que se une al río San Juan.
En el choque entre las aguas de ambos ríos se aprecia una diferente tonalidad antes de que los cauces se vuelvan uno.
Al otro lado del Sarapiquí, siempre del lado costarricense, está el resto de la trocha, como esperando el puente que le permita continuar hacia el poblado de Los Ángeles. Para retomarlo, el viajante debe volver sobre sus pasos y dar un rodeo de dos horas en carro de doble tracción para poder retomar la vía.
Al llegar al otro lado, se marca la posición geosatelital, se toman las fotografías y se registra la soledad.
El sol muere entre las montañas del oeste. La vía desdibujada se pierde entre la maleza. Habrá que esperar el día para retomar la trocha más adelante, en Cureña.
Día dos. —¿Para llegar a Cureña?
—Tienen que entrar por Pital, de ahí a Golfito, luego a Tambor y de ahí directo salen a Cureña.
—A la trocha.
—Sí, por la trocha”.
Retomar la ruta Juan Rafael Mora Porras es difícil; sin embargo, con ganas de llegar, se llega.
Tras casi dos horas de golpear piedras y levantar polvo, la entrada a la trocha es otra cosa. La vía se despliega solitaria, como pidiendo que la transiten por el camino bien puesto. Los riñones agradecen el cese del golpeteo del pickup.
A un lado, el río San Juan besa la margen nica que se levanta exuberante, tupida con una vegetación boscosa en apariencia imposible de romper. Del lado tico, la trocha se abre camino con un ancho algo exagerado, y por momentos se acerca a unos metros del río, con subidas y bajadas engañosas que amenazan con mandar el carro al agua.
A la derecha, algunos potreros con altos ceibos, algún ganado y, de pronto, el camino se acaba. Un paso de agua, no más grande que un caño de riego nos frena. Toca ver cuán lejos se llega hacia el oeste.
Volver sobre lo andado, retomar la ruta y seguir el camino hasta llegar al poblado de Boca San Carlos. De nuevo parece que se anda en ruta nacional y que las cosas son como las dijo la presidenta Laura Chinchilla el 17 de febrero en Los Chiles, cuando anunció que la carretera conectaba los pueblos y que ya estaba el dinero para los puentes y que pronto los iban a poner.
Sin embargo, un año después, no hay puentes. Esta vez son los vecinos del río San Carlos los que esperan que se cumpla con la promesa. A un costado de la ribera, el restaurante de Sergio Balladares espera el puente para sacar más provecho de su negocio y a los terrenos que regaló para que pasara la vía.
Balladares sabe poco de lo que pasó en San José, del escándalo por corrupción en las obras que la propia mandataria destapó el 4 de mayo pasado, pero sí recuerda a los ingenieros del Consejo Nacional de Vialidad (Conavi) que llegaron y se hospedaron en su negocio.
“Aquí estuvo (Carlos) Acosta, Manuel (Ramírez) y José (Serrano), se quedaron en mi negocio, almorzaron con nosotros, hasta les ayudamos a abrir la trocha. ¿Quién se iba a imaginar”, dijo.
Más allá de la situación interna del Conavi y de los enredos y atrasos del Gobierno, la principal queja es el abandono.
El material se pierde, la madera quedó tirada en la montaña y desde el año pasado “no ha llegado nadie”.
“Estamos esperando que vengan”, agregó.
El resto del segundo día en la trocha se va en el intento de retomar la vía hacia la localidad de Chorreras; sin embargo, el camino es mucho. La entrada por la mina Las Crucitas está intransitable y las horas se hacen cortas.
El tercer día acabó en un recorrido angustiante. Tres horas de camino para llegar finalmente a Chorreras de Cutris reflejó la necesaria caída de bosque para abrir camino; empero, había tramos anchos, de hasta 30 metros, donde surgía la duda ¿por qué tan ancha la carretera?
Los mismos vecinos se quejan por la madera sacada, pero optan por el anonimato para evitar represalias. El equipo de La Nación se divide en dos, en procura de cubrir la parte de Los Chiles, de abarcar la ruta, pero, tres días en la trocha no bastan. El camino sigue sin llevar a ninguna parte.