Una revisión de los periódicos costarricenses a partir de la segunda mitad del siglo XIX revela cambios en la forma en que se celebraban la Navidad y el Año Nuevo. Estas prácticas están cercanas al “derroche” de alegría y al aumento en el consumo que se presencian hoy.
Las celebraciones de fin de año de 1858 fueron peculiares pues el presidente Juan Rafael Mora Porras (1849-1860), además de inaugurar las fiestas realizadas en San José, conmemoró la Campaña Nacional y celebró el décimo aniversario de la Declaración de la República (31/8/1848). Esta es la primera celebración conocida de ese hecho.
Mora aprovechó tal aniversario para homenajear a los participantes en las batallas libradas contra el filibusterismo. Con ello procuró crear una sensación de bienestar y fortalecer la imagen de su gobierno. Según la Crónica de Costa Rica , Mora Porras entregó medallas en “un testimonio público de aprecio y gratitud a los individuos del Ejército que se distinguieron en la campaña contra los filibusteros”. La lucida ceremonia tuvo lugar en La Sabana los días 28, 29 y 30 de diciembre y supuso el inicio a las fiestas nacionales.
Fiestas nacionales y locales. Desde la década de 1850, el país ya exhibía el impacto del desarrollo económico debido a la incorporación de Costa Rica al mercado mundial. Dicho impacto era patente en la apertura de hoteles, pensiones, teatros, clubes, restaurantes y fondas. Tales lugares ofrecían servicios por día o por contrato, además de salas para la lectura de periódicos extranjeros y para practicar juegos de azar.
Casi un cuarto de siglo después, el Boletín Oficial del 28 de diciembre de 1874 informaba de bailes organizados –por miembros de diversos grupos– que respondían a intereses políticos o profesionales, o eran motivados por fines benéficos. En los periódicos, aquellos grupos anunciaban las actividades con el fin de hacerse visibles, y publicaban las listas de quienes aportaban dinero y regalos para los menos favorecidos.
Las fiestas cívicas y los festejos no se centraron solo en la capital pues los diferentes pueblos y las cabeceras de provincia y cantón organizaban los suyos propios. Todas se anunciaban en los periódicos y, con la llegada del ferrocarril, se facilitó la asistencia a tales actividades pues la compañía de ferrocarriles organizaba los itinerarios para que los habitantes pudieran viajar de un lugar a otro el mismo día.
El 28 de diciembre de 1885, la Gaceta Oficial comentaba que, el fin de semana de Navidad, los festejos realizados en Alajuela atrajeron a “gente de todas las provincias [quienes compartieron] los placeres y las alegrías de la fiesta con los vecinos de Alajuela. La concurrencia fue numerosa y a ella contribuyó grandemente a la esplendidez de la holganza [']. En el día las mogigangas [sic] caprichosas, hábilmente dispuestas ['], las corridas de toros en la plaza principal, las turbas de gente alegre llenando las calles [' y], por la noche, magníficas retretas, fuegos artificiales ['], iluminación en la ciudad, bailes animadísimos en el salón de la casa principal, gritería por todas partes, y posadas y vinaterías asaltadas por las olas de la muchedumbre”.
En 1885, las fiestas alajuelenses fueron muy lucidas pues, durante su presidencia, Bernardo Soto (1885-1889) iba a su casa para vacacionar. Así, miembros de su gabinete, del ejército, allegados y ciudadanos se trasladaban a Alajuela para departir con el presidente. Debido al exceso de visitantes, fue necesario abrir dos hoteles.
Preeminencia de San José. Con la salida del poder de Bernardo Soto en 1889, probablemente haya terminado una era en la cual los festejos tenían un fuerte tinte político. En adelante se encuentran festejos más bien populares. Ejemplo de ello son las retretas, que inicialmente se efectuaban enfrente del Palacio Nacional.
Al consolidarse la nación a finales del siglo XIX, esa práctica ya no fue necesaria, por lo que se trasladaron hacia nuevos espacios urbanos: el parque Central y el parque Morazán. Tales lugares se convirtieron en centros de recreo y de promoción social.
Los programas de las fiestas cívicas se estructuraban de tal forma que se establecían actividades para que se las disfrutase diferenciadamente. Para unos había bailes de gala en el Teatro Nacional, funciones teatrales especiales, retretas de gala y palcos privilegiados en los espectáculos taurinos. Para otros se ofrecían bailes en el mercado, la elección de la reina obrera (en contraposición con la reina “oficial” de las fiestas), iluminaciones, retretas, cinematógrafo y juegos pirotécnicos, entre otras diversiones.
En la última década del siglo XIX fue claro el objetivo de las autoridades por consolidar la capital como el eje político y cultural del país. A fin de lograr la participación del mayor número de personas en los festejos, en este mismo período se decretó que los últimos tres días del año serían feriados obligatorios.
Igualmente, el ferrocarril al Atlántico estableció horarios de llegada y salida que coincidían con el inicio y el fin del cada uno de los días de fiesta. Los edificios públicos y privados de la ciudad eran engalanados con gallardetes, iluminación y pintura nueva, entre otros ornamentos. Así, la ciudad entera se preparaba para recibir a los visitantes.
Inicios del siglo XX. Las primeras décadas del siglo XX no trajeron grandes cambios en la forma de celebrar las festividades. El periódico Actualidades del 28 de diciembre de 1916 informaba:
“Mañana caeremos de lleno en el vértigo de las fiestas, gritos que ahuyentan los sentimientos y los pensamientos: automóviles que corren con velocidad que hace pensar que los paseantes pretenden dejarse atrás a sí mismos, por lo menos a su pasado que no por ser mejor que el presente puede dejar de ser malo; mascaradas odiosas de hombres que se consideran felices remedando a las barraganas, que para todo hay aspiraciones; recreos llenos de música, de femeninos trajes nuevos que hacen pensar en la primavera de encaje y muselina: llenos de risas, de murmullos, de amor en los corazones jóvenes y fastidio en los que ya declinan”.
Al igual que en el pasado, hubo actividades de beneficencia y reparto de regalos para los menos favorecidos, y celebraciones exclusivas para las elites. Tal fue el caso de la fiesta de Navidad de las socias del Club Trébol pues, como lo señaló Actualidades , “anoche se reunieron en casa de don Benjamín Piza una multitud de damas y caballeros para festejar, como es costumbre en el mundo cristiano, el nacimiento del Dios-niño [']. Hacia la media noche tuvo ocasión la cena, después de que los invitados hubieron podado como mejor supieron o pudieron un encantador árbol de navidad florecido de bombones y lindas naderías. Luego, a bailar hasta la madrugada alegremente”.
Los árboles de Navidad se vendían en los principales comercios josefinos desde finales del siglo XIX. De tal forma, no es extraña su presencia en las casas.
Por esta época, Carmen Lyra también contribuyó a la cultura asociada con las festividades de fin de año con reportajes que combinaban la descripción de la época con la mención de algunos establecimientos comerciales específicos. El 21 de diciembre de 1916 señalaba, también en Actualidades :
“Nuestra Avenida Central toma sus aires de calle europea, así al menos lo imagino yo, lo cual no es mucho imaginar después que otros fantasiosos han dicho que San José es un París chiquito. Cuesta verdadero trabajo caminar entre el hormigueo humano que va y viene [']. Los dueños de tiendas –y esto es lo más lógico– ponen sus más deslumbrantes mercaderías como trampa en que caerá indefectiblemente la coquetería femenina arrastrando tras sí la seriedad masculina, que la sigue con el gesto resignado y la mano en sus portamonedas”.
La autora es docente e investigadora en la Escuela de Estudios Generales y del Centro de investigaciones en Identidad y Cultura Latinoamericanas de la UCR. Este artículo sintetiza aspectos de los libros ‘El advenimiento de la modernidad en Costa Rica: 1850-1914’ (EUCR, 2004) y ‘Fiesta y Develización. El Monumento Nacional, 1895’ (Museo Histórico-Cultural Juan Santamaría, 1998).