El escándalo producido por más de un centenar de gallos era el mejor indicio de que estábamos llegando a la gallera clandestina.
Un camino pedregoso y húmedo, en el cual se remarcaban las patas de unos pollitos, nos llevó hasta un negocio en cuyo patio se esconde el coliseo de las aves.
Ahí, el pasado sábado 19 de mayo,
En el lugar, ubicado en un cantón alajuelense, nos esperaban Alexánder Pinto, Manuel Hidalgo y dos miembros más de la Asociación Nacional de Criadores de Gallos, quienes nos pretendían mostrar “la realidad de las peleas”.
En la reunión previa al recorrido, la frase “el deporte de los caballeros”, se mencionó varias veces en medio de explicaciones de porqué se debe legalizar esta actividad y los “genes de combate que tienen los gallos de pelea”.
Alrededor de 120 aves se hacían oír desde sus jaulas individuales, de casi 2 metros de altura, hechas de madera y cedazo.
El alimento y el agua se encontraban a metro y medio del suelo, lo que obliga a los animales a trepar en el cedazo. Esto, según su criador, es para que los gallos se ejerciten a la hora de comer.
En el criadero, su dueño, un comerciante de 40 años, contó que invertía “grandes cantidades de dinero” en sus mascotas para mantenerlas sanas y vigorosas.
Recorriendo los pasillos del criadero llegamos a la gallera. Alrededor de 100 hombres, de todas las edades, compartían en el lugar. La ausencia de mujeres y niños saltó a la vista.
Los galleros se distinguían porque sostienen a sus aves en los brazos, a la espera del rito de pesaje que determinaría al rival.
Combatientes emplumados llegaban de todo el país, transportados en una bolsa de cuero rellena con aserrín.
En una especie de redondel, provisto con un reloj y una jaula en medio, se concretarían las peleas.
El público se dividía entre los invitados VIP (bien acomodados en sillas amarillas) y quienes se acomodaron en una gradería.
Mientras, en otro sector, a los gallos los estaban preparando para el show. Con sus espuelas de carey, pegadas con cinta, y sus plumas erizadas, tenían que demostrar sus “genes de combate” y ayudar a sus dueños a no perder sus apuestas.
El dinero se pacta a gritos entre “los caballeros” y puños de arrugados billetes se intercambiaban de mano en mano.
Suena el campanazo de inicio. Con gritos se vivía el momento, mientras los dueños juntaban a los gallos para que se encontraran en el redondel.
Las aves cruzaron sus miradas y el primer picotazo fue lanzado. Con las plumas erizadas y otras al aire, acompañadas de varios brincoteos, se desarrollaba la lucha.
“Voy un rojo al chile (de color rojizo)”. “Yo voy a un rojo al carmelo (color café)”, era como se transaban las apuestas.
A los cuatro minutos, uno de los gallos cayó rendido ante su oponente, mientras la otra ave ponía sus patas en su pecho acompañadas de varios picotazos.
Los dueños de los gallos corren a separarlos. El vencedor no tenía heridas visibles. Al perdedor, le soplaron el pico para darle aire y llevarlo a curar; pues su próxima pelea, sería en una semana.