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Una llamada al pasado: aquellos tiempos...

Ahora que se está hablando de un futuro reemplazo de la telefonía tradicional por Internet, Proa recrea la época en que los ticos empezaron a comunicarse por teléfono. ¿Cómo funcionaba ese servicio en los albores del siglo XX?.

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Si en este momento el tiempo retrocediera hasta principios del siglo pasado, el "sencillo" acto de hacer una llamada telefónica no sería en absoluto "sencillo".

Además: Números con rostro De primera mano

Para empezar, poseer un teléfono era un lujo que no muchos costarricenses podían darse. Si bien los números telefónicos eran muy fáciles de memorizar -porque, como máximo, tenían cuatro dígitos- , quienes deseaban utilizar el servicio debían llamar primero a una central telefónica, indicar con quién querían comunicarse (era imprescindible decir el número exacto) y disponerse a la brevedad y a la síntesis, pues su conversación no podía exceder los cinco minutos.

Alrededor de 1918, la empresa Felipe J. Alvarado mandó a imprimir y después distribuyó un pequeño directorio de unas 70 páginas, cuyo texto estaba ordenada alfabéticamente y fue levantado en máquina de escribir.

Sus amarillentas hojas fueron la motivación por la cual decidimos hurgar en el pasado de nuestra telefonía. No solo quisimos recordar cómo funcionaba este servicio en sus comienzos, sino también echar un vistazo a la Costa Rica de antaño y, sobre todo, a su gente.

Entonces, se trataba de un país muy distinto, con poquísimos habitantes y una lista muy selecta de abonados telefónicos que se identificaban solo con su primer apellido. En un lugar tan pequeño, no eran necesarios demasiados detalles para determinar a quién pertenecía tal o cual número.

En aquellos años, la mayoría de la población sabía muy bien quién era el Dr. Hernández (número de teléfono 420), la modista Sofía Jiménez (576) o dónde se ubicaba la jardinería de Octavio Loaiza (233), la pulpería de Emilio Mena (115), la cantina de los hermanos Cubero (714) o la lechería de Alberto González (288).

Tener un número privado era una posibilidad impensable porque, más bien, poseer teléfono era un símbolo de estatus. En el directorio se encontraba fácilmente el número de la oficina o de la habitación del presidente de turno (Casa Presidencial: 171) o de personalidades como Federico Tinoco (57), Otilio Ulate (417), Rafael Yglesias (225), Alfredo González (11) y otros exmandatarios, además de intelectuales, artistas, científicos y educadores de la época.

Y es que, en realidad, la telefonía era algo muy nuevo para los costarricenses. Su historia se había iniciado solo tres décadas atrás, cuando, en 1886, las primeras personas físicas y jurídicas le solicitaron al Gobierno autorización para desarrollar este servicio en el país, según se describe en el libro Las telecomunicaciones en Costa Rica (1886-2004), del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE).

El primero en tramitar una concesión fue Luis Batres García Granados, un hombre visionario que lideró una intensa campaña para convencer a los gobernantes sobre las comodidades que podría ofrecer el teléfono a la ciudadanía. Aunque hoy cueste creerlo, en ese momento hubo muchos que dudaron de sus afirmaciones por considerar que el teléfono era algo superfluo.

Finalmente, fue Silas W. Hasting quien se benefició del camino andado por Batres y obtuvo la primera concesión en 1887, año en que se instalan en San José los primeros 50 teléfonos de madera y se establece una central telefónica en el casco capitalino.

Después llegaron otros concesionarios y varias empresas que se dieron a la tarea de hacer más accesible el servicio, tanto en San José como en las principales cabeceras de provincia.

Las centrales atendían hasta las 10 de la noche, pero siempre se procuraba dejar a algún empleado de turno, con el propósito de que atendiera eventuales llamadas emergencia.

Operadoras claves. Para 1918, la compañía de Felipe J. Alvarado era la dueña y representante legal de la Compañía de Teléfonos, encargada de dar cobertura a la mayoría de los clientes de ese momento.

Esta empresa poseía varias centrales telefónicas en diversos puntos del país y en cada una se atendía a un máximo de 75 abonados. El grueso de ellos provenían de familias de abolengo: cafetaleros, empresarios, médicos, abogados y políticos.

A todos se les cobraba una tarifa mensual que oscilaba entre 5 y 10 colones. Para los puntarenenses, el costo era de 15 colones, debido a la lejanía. Limón y Guanacaste debían conformarse con el telégrafo u otras formas de comunicación.

Según Mario Rojas Murillo, encargado del Museo Histórico y Tecnológico del ICE, las operadoras eran personas fundamentales para el funcionamiento de aquella incipiente tecnología. Todas eran mujeres y debían ser muy ágiles para hacer las conexiones manuales y vigilar, contra reloj, el tiempo de las conversaciones. (Ver recuadro: "De primera mano" ).

La mayoría de las telefonistas laboraban medios turnos y devengaban un salario de 20 colones por quincena. Además, debían ser muy prudentes, en vista de que podían escuchar lo que hablaban los abonados. Por eso, las más reservadas, trabajaban para las centrales telefónicas del Gobierno con el fin de evitar fuga de información.

Aparte de establecer las comunicaciones entre los usuarios (unían a los interlocutores por medio de cables y pines), las telefonistas tenían a cargo el servicio de las llamadas "Cartas telefónicas", con el que se atendía a quienes no podían pagar la tarifa mensual del servicio, o a la gente que necesitaba comunicarse con alguien que no tenía teléfono. En tales casos, la persona llamaba a la central, la operadora copiaba el mensaje a mano y lo enviaba, con un mensajero, a la dirección del destinatario. El costo era de 25 centavos por "carta", con un máximo de 20 palabras.

Quejas y deficiencias. En 1928, la telefonía nacional estaba más consolidada. Fue en ese año cuando la empresa estadounidense The Electric Bond & Share Company, interesada en invertir en el país, adquirió las principales compañías de teléfono costarricenses y así monopolizó el servicio. Aun así, estas empresas siguieron trabajando por separado hasta 1941, momento en que se fusionan en la Compañía Nacional de Fuerza y Luz (CNFL), que intenta mejorar la cobertura.

La explosión demográfica, sin embargo, se convierte en el peor enemigo del CNFL, que, pese a haber habilitado más líneas telefónicas en el país, no logró aplacar las muchas quejas de los usuarios con respecto al servicio. Basta con decir que, en 1956, la central telefónica de San José atendía nada menos que 100.000 llamadas diarias.

Para atenuar el malestar de los abonados, durante años funcionaron los teléfonos conocidos como "J", que en realidad eran líneas compartidas. Es decir, si alguien poseía el número 1040, era probable que otro usuario tuviera también el J-1040, lo que generaba otros inconvenientes como la falta de privacidad; era común levantar el teléfono y escuchar a dos desconocidos hablando.

En vista de que estas acciones correctivas no funcionaron, en 1958, durante la administración de José Figueres Ferrer, la telefonía pasó a manos del ICE.

El resto de la historia es bien conocida: la paulatina extinción de los teléfonos de disco, la automatización de los servicios, el cambio de numeración de seis a siete dígitos, la llegada de los teléfonos celulares y, más recientemente, la posible era de la telefonía por Internet.

Historia Números con rostro Tras el nombre de cada abonado, hay una historia sobre la Costa Rica de 1918. Estas son algunas de ellas. Ivannia Varela Q. ivarela@nacion.com Auge de negocios El caso de la ferretería Macaya y los almacenes Steinvorth y Knohr. El desarrollo urbano y el auge económico que vivía el país gracias a la bonanza del café, a finales del siglo XIX y principios del XX, provocó que gran cantidad de nacionales y extranjeros se vieran tentados a abrir negocios en Costa Rica. Por eso, muchos locales comerciales comenzaron a florecer en el casco capitalino; entre ellos, la ferretería Macaya, cuyo teléfono, en 1918, era el 21. Este edificio, construido en 1908, pronto se convirtió en punto de referencia para los costarricenses, pues, además de los artículos que allí se ofrecían, el inmueble -hoy conocido como La Casona- hacía gala de una arquitectura propia de la época. Similar es la historia que se teje en torno al almacén Steinvorth (donde por muchos años estuvo la mueblería Urgellés y Penón). Con el teléfono 110, este local era propiedad de don Guillermo Steinvorth, un alemán que abandonó su patria en 1871 y llegó a Costa Rica tras un viaje de cuatro meses en el barco La Venus .Aquí, fue contratado inicialmente por don Juan Knohr, también alemán y dueño de un lujoso almacén (teléfono 217). Allí laboró unos meses, mas no tardó mucho en abrir su propio local y adquirir renombre entre los costarricenses. Don Guillermo fue uno de los fundadores del extinto Banco Anglo Costarricense. Boticarios Solo en San José había 13 farmacias a principios del siglo pasado. Las boticas que se abrieron en aquellos años también son un reflejo de las preocupaciones y necesidades que afectaban a nuestros abuelos, pues ya había varios de estos negocios en San José y en las principales cabeceras de provincia.Entre las 13 que funcionaban en la capital para 1918, la historia de la Botica Francesa (teléfono 101) llama la atención, pues allí trabajó José María Zeledón, el autor de la letra del Himno Nacional. El Benemérito de la Patria atendió dicho negocio hasta 1924, cuando comenzó a desempeñarse en varios cargos públicos. Al parecer, le ayudaba a su primo José Castulo Zeledón, quien, en realidad, era el dueño de esa botica, ubicada en la esquina suroeste del Parque Central.En Cartago, otro prócer de la patria también atendía a los clientes tras el mostrador de la conocida botica La Central (teléfono 32). El doctor Maximiliano Peralta, cuyo nombre lleva el hospital de Cartago, fue uno de los fundadores de este establecimiento, que ya suma 109 años de historia, pues data de 1896. Los Yamuni De una humilde tienda a un gran almacén: la historia de esta familia. Con el teléfono 544, el señor Bejos Yamuni, tenía registrada su tienda La Pouppé (La muñeca, en francés), en las cercanías del Mercado Central de San José. ¿Quién se habría imaginado entonces que este pequeño local llegaría ser una reconocida tienda de departamentos en el país?Definitivamente, el destino estaba escrito para este libanés, quien había llegado con su madre a Costa Rica en 1901, huyendo de la crisis económica que enfrentaba su nación. La idea de esta familia era permanecer aquí solo unos cuantos meses; sin embargo, terminaron echando raíces al hallar tierra fértil para desarrollarse como empresarios.Fue así como los Yamuni decidieron embarcarse en el negocio de la venta de encajes, plumas y telas importadas de Europa, para más tarde incursionar en la comercialización de licores, cigarrillos y llantas. Con los años, lograron establecer un nuevo local en la avenida 10, el cual se mantiene hasta la fecha, y han abiertro otros más. Herencia italiana Inmigrantes italianos abrieron negocios que subsisten en el tiempo. Otros que se anclaron en Costa Rica y vieron germinar sus finanzas aquí fueron los hermanos Musmanni, italianos que arribaron al país en 1902. Primero pusieron una fábrica de fideos, cuyo número telefónico era el 482.En 1929, cuando ya eran muy conocidos por sus pastas, empezaron con el negocio del pan en un local en la Avenida Central, sin imaginar que, años más tarde, llegarían a ser la principal cadena de panaderías del país.Igual le sucedió a Ugo Scaglietti Venturati y a sus parientes, italianos que llegaron a suelo tico antes de la Primera Guerra Mundial y establecieron, en el centro de San José, una sastrería que se hizo muy popular (su teléfono era el 801) y subsistehasta la fecha como prestigiosa tienda. En Heredia, con el teléfono 10, los hermanos Negrini Protti -igualmente, inmigrantes italianos- habían adquirido fama por la panadería El Comercio, localizada en el corazón de la ciudad y que, según crónicas de 1916, estaba provista con maquinaria de punta. Esta familia también poseía otros negocios, como una farmacia que, al parecer, era de las más surtidas de esa provincia. Casas de lujo Una época de viviendas suntuosas con marcada influencia europea. El acelerado desarrollo urbanístico también hizo que, para principios del siglo XX, muchas familias construyeran lujosas residencias en el centro de San José y en exclusivos barrios como Amón y Otoya. La mansión de Alejo Aguilar Bolandi (teléfono 323) era una de ellas. Para 1920, este cafetalero había ordenado construir una casa de estilo neocolonial en la esquina de la avenida 9 y calle 13. Esta vivienda aún puede apreciarse y es considerada una joya arquitectónica.La casa de Elías Pagés (teléfono 442), también daba mucho de qué hablar en aquellos años. Este comerciante español era dueño de La Alhambra (teléfono 156), uno de los almacenes más exclusivos de San José, y a la vez era el propietario de una casa "contra temblores" que construyó en un lote de 323 metros cuadrados en la avenida 7, calles 3 y 3-bis. Había adquirido este terreno en 1912 por la entonces astronómica suma de ¢5.000.Anastasio Herrero (teléfono 133), fue otro español que asombró a la sociedad de aquellos años al construir el Castillo del Moro, en Barrio Amón. Todos los materiales de esta mansión, de estilo morisco, fueron importados de España e Italia.Pero el lujo no solo se reflejaba en las fachadas de las casas que construía la burguesía costarricense. En su interior, también sobresalían detalles que revelaban un fino estilo de vida, inspirado en modas europeas. Por ejemplo, se sabe que la vivienda de Mariano Álvarez Melgar (teléfono 444), poseía un baño espectacular con todos los elementos de la "modernidad". Allí, según una tesis de la arquitecta Florencia Quesada Avendaño, había tina con ducha, lavamanos, excusado de tanque alto y varios espejos que le daban un aire muy suntuoso. En otras casas, el lujo estaba se concentraba en la sala, con los muebles de estilo victoriano; o en la habitación usada como oficina, sitio donde se recibía a muchas de las visitas. Tal fue el caso de la oficina de don José Astúa Aguilar (teléfono 308), donde el orden era una regla inquebrantable. Según describió en una oportunidad Lidy Soler, nieta de este abogado, su abuelo llevaba ahí a muchos de sus discípulos y les impartía lecciones de derecho. A su vez, llegaban a comentar asuntos de política todos los vecinos del lugar, entre los que se encontraban personalidades como "el padre Volio" y don Otilio Ulate. "Mientras ellos conversaban mi abuela les hacía un ponche con clara batida", relató Soler, al describir una estampa muy típica de la Costa Rica de antaño. Hombres de empuje Algunos costarricenses que se labraron un nombre en la historia patria. Entre los primeros abonados telefónicos figuran ciertos personajes que forjaron el destino del país: expresidentes de la República, académicos, científicos, escritores, comerciantes y cafetaleros. Entre ellos, se encuentra Florentino Castro Soto (teléfono 526), quien llegó a ser uno de los hombres más ricos de mediados del siglo pasado y fue un ejemplo de cómo muchos costarricenses lograron hacer fortuna a pesar de sus humildes raíces.Este desamparadeño provenía de una familia acostumbrada a trabajar la tierra. Al morir su padre (don Santos Castro López), Florentino heredó una finca de café con un área de tres manzanas y la sacó adelante. Tanto fue su empeño, que el negocio prosperó con rapidez y, ya para principios del siglo XX, se había convertido en un pujante empresario conocido y respetado en los principales bancos de Londres. Sus terrenos se habían multiplicado (era propietario de la finca La Uruca -teléfono 661- y varios cafetales más), y ofrecía a muchos cafetaleros el servicio de transporte de su producto con carretas y yuntas de bueyes. Inscritas a nombre suyo estaban reconocidas marcas de café como La Pacífica, El Molino, la Verbena y La Margotita. Aunque la primera esposa de don Florentino, doña Natalia Jiménez, falleció muy joven, este hombre tuvo una descendencia muy numerosa. En total engendró , con ella y otras consortes, 25 hijos, a lo largo de sus 80 años de vida.Don Felipe J. Alvarado (teléfono 230) fue otro costarricense que se abrió camino e incursionó en varios ámbitos del país. Casualmente, él fue uno de los pioneros en la creación y mantenimiento de los sistemas telefónicos de Costa Rica y era el dueño de la empresa F.J. Alvarado & Co., encargada de elaborar la guía telefónica citada en este reportaje.Pero él también sobresalió en el campo de las exportaciones e importaciones al establecer la primera agencia aduanal, con oficinas en Limón, Puntarenas y San José. Además, se desempeñó en algunos cargos públicos y destacó por sus obras filantrópicas. Falleció en San José, pero sus restos reposan en el cementerio de Cartago, junto a sus padres.

El testimonio de una operadora De primera mano "Me llamo María Isabel Fonseca Arroyo, nací en San José en junio del año 1907. Apenas y llegué a quinto grado. Como mi mamá estaba muy necesitada económicamente, tuve que trabajar desde muy jovencita. Logré encontrar un medio tiempo en la Compañía Felipe J. Alvarado. Mi plan era asistir a clases en las mañanas y por las tardes trabajar. "Por desgracia, la ilusión me duró solo dos meses, porque la Compañía Nacional de Fuerza y Luz compró la empresa en 1919, y me pasaron a tiempo completo. Ahí ingresé como telefonista. Recuerdo que éramos como nueve operadoras. En ese momento usábamos el sistema manual de llamadas. "Cada sede tenía su central y conectábamos al abonado con las centrales de las provincias. A veces comunicar al cliente era difícil, pues de repente se juntaban muchas llamadas y el abonado se desesperaba por la espera, pero cuando era una emergencia, la comunicación era inmediata". | Arriba | © 2005. LA NACION S.A. El contenido de nacion.com no puede ser reproducido, transmitido ni distribuido total o parcialmente sin la autorización previa y por escrito de Grupo Nación GN S.A. Si usted necesita mayor información o brindar recomendaciones, escriba a webmaster@nacion.com

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