El Potrillo canta y Juanita baila.
No deja de ser alegre a pesar de todo: perdió la vista del ojo izquierdo, padece unas convulsiones horribles dos y hasta tres veces por noche, y nunca logró recuperar la frondosidad que exhibieron sus carnes antes del cáncer.
No, ya no es la misma Juanita que muestran las fotos, aunque conserva la sonrisa y sigue cantando rancheras. Esa es su mejor medicina diaria, además de las 20 gotas de tramal que toma en la mañana y otra dosis similar en la noche para hacer frente al dolor crónico que le recorre el cuerpo y no sabe describir con precisión.
Le quedó clavado en sus huesos desde que los médicos decidieron enviarla a recibir radiación con cobalto para tratar un tumor en la hipófisis que la tenía muy llena de achaques.
De eso ya han pasado 15 años, el tiempo que lleva sumando los días desde que ella y otras 116 personas enfermas de cáncer, fueron sobreirradiadas en la unidad de cobalto Alcyon II, del Hospital San Juan de Dios.
Parece que fue ayer cuando le diagnosticaron un tumor en la hipófisis (glándula situada en la base del cráneo, responsable de regular gran parte de las funciones del metabolismo humano), y la mandaron primero a quimioterapia y luego a radioterapia con cobalto para acabar con las raíces de la enfermedad.
En una bolsa blanca de plástico guarda todos los papeles acumulados en estos años. En uno, están las fechas fatídicas: del 24 de julio al 19 de agosto de 1996, recibió 15 sesiones de cobalto 60. Otras diez, las recibió del 26 de agosto al 6 de setiembre. Fechas para no olvidar.
Fue en esos meses cuando Juanita y los otros fueron quemados por la bomba.
Trabajadora de casería o, a la tica, servidora doméstica; operaria de máquina industrial en una maquila de ropa propiedad de chinos, y hasta tractorista en los años que le dio por seguir hasta la zona sur a un tico que le robó el corazón...
De todo ha hecho en sus 54 años Juanita Lira Padilla; nicaraguense y, para más señas, de Matagalpa, aunque llegó a Costa Rica a los tres años de edad. En Liberia, Guanacaste, pasó parte de sus primeros años hasta que se vino a San José a trabajar de maquiladora.
Ahora, sus días transcurren encerrada en la casa que le dejaron a medio hacer, en el sector 8 de Los Guido de Desamparados, en la capital.
Son solo cuatro paredes de cemento, con piso chorreado y ventanas sin vidrios. Las separaciones para los dos cuartos y el baño están hechas con tablas de durpanel que ella y su hija Alejandra colocaron con sus propias manos porque los constructores simplemente se marcharon.
En eso gastó los ¢18 millones que la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) le pagó como indemnización por haber sido sobreirradiada con cobalto 60. Definitivamente, los mentados constructores la embaucaron, aprovechándose de su ignorancia y abundante sencillez.
Esto explica por qué le toca dormir en un pequeño cuadrante de la casa, a la par de su equipo de sonido donde, todas las mañanas, pone a desgalillarse al Potrillo.
Esa es su única distracción, mientras la vivienda permanece vacía, sin los dos nietos que van a la escuela, y sin la hija que sale a vender tiempos en el centro de Desamparados.
El lote es de ella. Lo compró hace 25 años en ¢17.000, mucho antes de la quemadura con la bomba. Allí tiene sembrados chayotes, limones dulces, chiles, culantro, y hasta un palo de mango bajo el cual se cobija una perra recién parida con sus ocho cachorros. Ese pedazo de tierra le da lo necesario para “arrimarle algo” al arroz y los frijoles de todos los días, porque los ¢113.000 de la pensión por enfermedad no le alcanzan.
Gracias a Dios, una iglesia cristiana le ayuda con la ropa y con los útiles escolares de los dos nietos que viven con ella... Dice, además, que tiene unos padrinos gringos que le envían desde allá ropa, plata y uno que otro regalo.
Si no fuera por esa sensación que la quema toda, por el ojo ciego y los huesos rotos, Juanita sería plenamente feliz. ¡Ahh! También lamenta que el cobalto le quemara “las células y hormonas cerebrales” que le impiden ser más que amiga de su eterno amor, Ramón Torres.
Depende a diario de pastillas de diazepán y de gravol, para controlar las náuseas y las convulsiones que le vienen todas las noches.
“Es como si una corriente me traspasara de los pies a la cabeza. Me pongo a temblar toda, y me trabo. Se me suelta un sabor a ácido en la boca... Mi doctora Chin nunca me supo explicar por qué me pasa esto”, cuenta al tiempo que dramatiza con lujo de detalles los ataques que padece.
Solo el agua de azúcar que le trae su hija cuando ella la llama en busca de auxilio, logra aliviarla en cada racha. “¡Ni modo! Tengo que acostumbrarme”, dice.
Por aquello, Juanita guarda en la bolsa blanca un carné que la Caja les dio a los pacientes sobreirradiados: “Esta persona es una paciente sobreirradiada por lo que se le solicita brindarle una solución pronta y amable”.
Esta devota de María Auxiliadora, aficionada a coleccionar relojes viejos, no deja de rezarle a la madre celestial y a su Divino Niño, para que le permitan vivir, pese a los malestares. ¡No importa! Ella quiere seguir cantando junto a su Potrillo, mientras sueña con ver crecer a sus nietos.
Cuatro kilómetros al norte de los Tribunales de Justicia de Alajuela, está Carbonal.
Sobre la calle que va hacia el volcán Poás, la entrada al caserío se abre frente al Pipo’s bar. De ahí, a unos dos kilómetros, metiéndose por un trillo, está la casa donde Róger Suárez vive desde que nació, hace 24 años.
Era solo solo un chiquillo de 9 cuando los médicos del Hospital Nacional de Niños lo enviaron a la bomba de cobalto para tratarle una leucemia linfocítica aguda. Allí, le sobreirradiaron los testículos.
En ese entonces, era común que los pacientes de cáncer del hospital pediátrico fueran tratados en los servicios de radioterapia del San Juan. La cercanía entre ambos centros médicos –ubicados en el centro de San José– facilitaba el traslado de esos pacientes.
Y esto fue lo que sucedió con Róger y con varios niños más, que fueron enviados a radiación a la bomba Alcyon II.
Quince años después de aquello, cada mes, Róger asiste puntualmente a la Clínica Marcial Rodríguez, de Alajuela. Ahí le ponen una inyección de testosterona cuyo único fin es garantizar que algún día pueda tener hijos.
A pesar de esto y de que mantiene citas periódicas con el especialista en endocrinología de ese centro médico, Róger no fue incluido por la Caja entre las víctimas de la sobreirradiación.
El endocrinólogo le envía exámenes periódicos para medir sus niveles de testosterona. Por ahora, tiene niveles normales de esa hormona.
“Por eso, ¿quién los entiende?”, se pregunta su mamá, Felicia Artavia, todavía enojada por lo que le hicieron al menor de sus tres hijos.
Tampoco Róger lo comprende. Lo que sí sabe es que siente dolores en todo el cuerpo, intermitentes, que aparecen sin mayor aviso ni explicación.
“Yo no recuerdo mucho de lo que pasó. ¿Para qué? Es cierto que, a veces, uno se pone a pensar que debe ser por causa de eso (la sobreirradiación).
“No se me olvida, eso sí, ver a mucha gente alrededor mío con partes de su cuerpo quemadas. No era bonito ver cómo iban muriendo, uno a uno, y saber que yo podía estar en esa lista”, dice el joven, quien no pudo terminar el bachillerato, una meta todavía pendiente de cumplir.
Róger vive en una familia muy pobre y ahora es el sostén económico de su hogar. Don Albino, su papá, recibe una pensión muy baja, por lo que debe trabajar como cuidador de una finca de café en La Providencia.
El muchacho se ha encargado de mantener a la familia. Lleva unos meses de trabajar para una empresa del parque industrial Saret y, según dice, allí tiene la oportunidad de hacer estudios.
Por eso, prefiere espantar los pájaros que se le quieren anidar en la cabeza cada vez que los pensamientos le recuerdan el riesgo que corre de no poder tener sus propios hijos, y la posibilidad de que algún día desarrolle un padecimiento como secuela de lo sufrido.
Sacude la cabeza y aleja esos fantasmas. Róger se concentra en sus sueños, y sueña en grande. Quiere ser mecánico automotriz, y planea ingresar pronto al Instituto Nacional de Aprendizaje (INA).
En los próximos diez años, se ve casado, con hijos, con casa propia, un carro, una profesión y un trabajo estable.
Su mamá no llega ni a los 60 años, pero cuenta que el cuerpo le está reclamando tanto tiempo que pasó corriendo entre Carbonal y San José, para reunirse con otros pacientes afectados o sus familias, en busca de que algún abogado lograra, para un grupo de las víctimas, una indemnización más decente de la que recibieron.
“Pero, ¿usted sabe? Ya estamos cansados. Viajar de aquí hasta San José no es fácil. Gasta uno en buses y taxis. Los abogados le prometen a uno el cielo y la tierra y, a la hora de la verdad, uno no sabe qué pensar.
“Ya perdimos la confianza. Para mí, lo más importante ahora es verlo a él feliz”, comenta, mientras alista un vaso de agua dulce con leche para calentar aquella tarde lluviosa de sábado.
Róger es de pocas palabras, pero aquellas que dice son fulminantes: “Yo prefiero dar la espalda a todos esos recuerdos. No son buenos; no dejan nada bueno. Cuando uno ve que los demás se están muriendo, sabe que en cualquier momento le puede tocar a uno, pero yo prefiero ver para otro lado”.
Y ese “otro lado” es su nuevo trabajo, estrenado hace menos de un año, donde se ha destacado por su desempeño y actitud.
En su cuarto de buen saprissista, tiene pegado cuanto chunche del
“Veo el 2012 como un año en el que seguiré progresando en mi trabajo; espero sacar el quinto y entrar al INA. Quiero, algún día, montar mi propio taller de mecánica”, dice.
Afuera, el temporal arrecia y la neblina cubre el cafetal frente a la casa de Róger. Dichosamente, siempre hay esperanza.