Los sábados no tengo escapatoria, voy al centro de Alajuela a hacer las compras: al supermercado, al mercado, al puesto de un verdulero, a la veterinaria y a comprar lotería. Luego de esos mandados y con dos bolsas en cada brazo, regreso en taxi porque no creo que aguante caminar ung kilómetro con el acostumbrado calor alajuelense ni subir la cuesta de mi casa, pequeña pero agotadora.
En ese kilómetro de viaje, con abundantes presas en los alrededores del mercado, difícilmente el taxista y yo nos quedamos callados. Siempre hay tema: las calles, el calor, los choferes atravesados o los peatones imprudentes y, el asunto favorito, la familia, casi nunca la mía, pues he descubierto que a ellos (siempre hombres) les gusta hablar de sus hijos.
Ahora sí, aterrizo a la historia que quiero compartir en esta entrega de Alajuela por la pista. En uno de esos sábados, que por cierto andaba de pilas bajas, llegó un taxista entrado en años, muy atento y, diría yo, feliz.
Apenas saludé y di la dirección, el señor comenzó a relatar su vivencia, no medió pregunta alguna. “La gente me pregunta por qué yo sigo aquí, por qué sigo trabajando... pero es que Dios quiere que yo siga trabajando”, me dijo.
Mientras avanzaba hacia la iglesia del Corazón de Jesús, contó que, hace como 20 años, quedó muerto; sí, prácticamente murió. Dice que andaba en San Carlos cuando un camión lo chocó.
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“Estuve tres horas prensado”, afirmó. Yo inmediatamente comencé a imaginar las latas retorcidas que muchas veces vi en las coberturas de Sucesos que hice durante unos 10 años.
Seguro fue de esos accidentes donde los bomberos llegan con equipo especial para comenzar a separar las partes del carro, quitan el techo y las puertas para poder sacar al paciente, al que ya han puesto una vía (en la vena) para mantenerlo vivo. Bomberos y cruzrojistas trabajando juntos por salvar a alguien.
Mientras yo veía la escena en mi mente, el taxista siguió describiendo el milagro de que estuviera ese sábado manejando el taxi por medio Alajuela.
Me contó que después de que lo sacaron del carro estuvo en el hospital, en coma, pero yo no me logro acordar por cuánto tiempo fue que permaneció en ese estado. Luego, despertó y lo enviaron al Centro Nacional de Rehabilitación (Cenare), donde le dieron la noticia de que no volvería a caminar.
No fue así... no solo caminó sino que volvió a ponerse detrás del volante. Yo, por supuesto, solo podía confirmarle que él era un milagro.
De toda aquella experiencia él concluyó: “Dios quiere que yo siga trabajando”.
Sin posiblemente ser su objetivo, el estimado taxista me subió las baterías aquel sábado, en el que yo tenía que llegar a casa a ponerme a trabajar.
Nunca supe su nombre, no se lo pregunté, tremendo error periodístico, pero su historia no se me va a olvidar. Aunque siempre tomo el taxi en el mismo lugar, diagonal a la esquina suroeste del mercado, no lo he vuelto a ver. A lo mejor era el ángel no alado que el cielo me envió con un mensaje aquel sábado.