Hacer del camerino un velorio después de esa derrota solo requería un ataúd. Las Letras, desmoralizadas, cabizbajas, silenciosas, con la mirada perdida, no hallaban cura (ni sacerdote) para la paliza aún fresca, una más, como en el último juego, el anterior y todos los que la memoria permitía enumerar ante la escuadra de Los Números.
La “M”, sentada en el piso con las piernas sobre la banqueta, parecía una “W” maltrecha. La “S”, nunca tan torcida, con una mano en la cintura, seguía doliéndose del encontronazo con el 5, un tipo recio como un fierro, una especie de Puyol. La “Ñ” intentaba recomponer su virgulilla, perdida en el encontronazo áereo con el 9, un delantero fuerte, definidor, de los que se llevan todo a su paso, si es necesario con el codo erguido a lo Luis Suárez. Con furibundo testazo, con la fuerza de un dorsal utilizado por Batistuta, Zamorano y Palermo, el 9 envió la pelota al fondo y a la “Ñ” a enfermería con apariencia de “N”.
La “O” buscaba explicaciones en el enorme hueco en su estómago, aún humeante, atravesado por el balazo del 11, puntero izquierdo con un cañón a lo Rivelino, portador de ese dorsal en la selección brasileña del 70, la misma escuadra de Carlos Alberto (4), Gerson (8), Tostao (11), Jairzinho (7) y Pelé (10).
¡Pelé! El mítico brasileño tiene en gran parte la culpa. Con él se inició la grandeza del 10, con sus goles en Suecia 58 -cuando era un garoto de 17 años-, su fama temida y tratada a las patadas en los mundiales del 62 y el 66, y su coronación en México 70.
Bastaba con Pelé, pero nació Maradona, con la 10 en su espalda, la genialidad en la zurda, la irreverencia en el alma, la osadía en el corazón para tomar la pelota en territorio propio y aventurarse hacia el frente, cruzar la frontera, dejar desparramado en el camino a medio equipo inglés, llegar hasta el área, eludir al guardameta y definir. Si con Pelé nació el mito, con Maradona se propagó la devoción al D10s.
Desde ambos, la 10 y el arte se confabularon en las piernas de Zico, Platini, Michael Laudrup, el Pibe Valderrama, Roberto Baggio, Zidane, Totti, Del Piero, Ronaldinho y un tal Lio Messi.
Casi predestinado, el 10 hizo y deshizo, tomó la pelota, la majó, mandó un caño entre las piernas de la “A”, eludió por la izquierda a la “L”, le zigzagueó a la “Z”, dejó muda a la “H”, hizo slalon con la “M”, para finalmente cucharear la pelota, ante la salida del guardameta, que por más “Y” que fuera no alcanzó a rozar el globo con sus manos en alto.
Solo cuando el silencio fue total, excepto por el goteo de una ducha mal cerrada, irrumpió una voz vieja, suave como el sonido del balón en las abombadas redes, apaciguadora como el verde césped cuando el estadio queda vacío y un comemaíz explora entre sus hojas, brillante como la luz al final del túnel que lleva Al Más Allá o a una cancha de fútbol.
–¡Muchachos!: –dijo un anciano de calva bien pulida, con apenas recuerdos blancos en los costados-. No perdieron ante Los Números, sino ante un mito.
Las Letras al fin levantaron la mirada. Juraron haber visto a Galeano, muy a pesar de la certeza de su muerte. Todo vestido de negro, con un gesto apacible, mirada casi paternal, recorrió el vestuario con la mirada, insinuó una sonrisa al encuentro con algunas letras y caminó sin prisa a un espacio vacío en la banqueta.
- Antes de 1950 -les dijo- el fútbol ya era el fútbol, aun cuando los mundiales se jugaban sin números en la camiseta.
Aún sin presentarse, dio rienda suelta a historias, anécdotas y secretos de fútbol de todas las épocas.
Cruyff jugaba como un 10 muy a pesar del 14 en su espalda. Y el Cholo Simeone también vestía la 14, para un juego de músculo, rompe y rasga, lejano a los artísticos trazos del holandés.
Pelé engrandecía una camiseta que le correspondió tan solo por azar, cuando Brasil por descuido presentó su plantel mundialista sin numeración.
Argentina distribuyó alguna vez los dorsales en orden alfabético y Fillol, el guardameta número uno de la Albiceleste, voló igual con la 5. Ardiles, su habilidoso compañero en el medio campo, portaba la 1 de los arqueros...
Los matadores no anotan por ponerse la 9, como bien saben George Best, Raúl, Cristiano Ronaldo, todos enfundados en la 7.
El anciano habló luego de poesía en la prosa, de palabras andantes, de metáforas, de conjugaciones, de pequeñas sociedades entre vocales y consonantes, casi inútiles cuando cada quien anda por su lado, indetenibles cuando descubren el pase de pie a pie, del “tome y deme” posible si la “e” y la “m” triangulaban con con la “t”, la “o” y la “d”.
Faltaban dos semanas para el próximo enfrentamiento, pero desde entonces, la certeza se había apoderado de Las Letras para siempre. Ganarían partidos, perderían también, sentirían una fuerza inigualable a la hora del hombro a hombro con el rival justo antes de salir al campo. Jamás olvidarían esa verdad a partir de entonces irrefutable: “El número no juega”.
Confesión del autor de este texto:
Desde hace años tengo el sueño de escribir algún día un libro de cuentos de fútbol. He dejado varios a medio camino, pero me encontré uno terminado -el que usted recién leyó- que incluso publicamos hace algunos años en la Revista Dominical. Me encantaría saber si le gustó o incluso, por qué no, si algo le quedé debiendo. Le comparto mi correo analfaro@nacion.com