Una computadora o un celular con Internet no pueden reemplazar a una buena maestra o a un buen maestro. La interacción entre la persona que educa y sus aprendientes es la única chispa capaz de encender la curiosidad, fomentar las preguntas, las dudas, el deseo de búsqueda y la esperanza. La educación es, esencialmente eso: diálogo y motivación.
¿De qué sirve tener a un estudiante conectado a Internet, si es incapaz de discriminar entre el contenido real y el falso que le ofrece la web?, ¿de qué sirve que creamos que esa niña o niño es “nativo digital” porque sabe mover los dedos sobre una pantalla táctil si sus competencias sociales, su comprensión lectora, la ética y la crítica sobre el entorno en que habita son nulas?
La carrera docente cambia, como cualquier otra, y debe adaptarse a los desafíos y herramientas de este siglo; pero su esencia está en el ánimo al educar, en la conexión con los otros, la empatía, la paciencia, las emociones que transmite al hablar, la escucha activa, la comunicación asertiva en sus lecciones, el seguimiento que da a las personas que tiene a cargo y la coherencia entre lo que dice y hace. Por eso, no hay aparato tecnológico, a la fecha, que pueda reemplazar a una buena maestra o maestro.
El buen docente de este siglo comprende que su labor no es repetir contenidos para que sus estudiantes memoricen para un examen, la docencia de calidad crea ambientes, experiencias, retos, preguntas para que niñas, niños y jóvenes busquen ser mejores ciudadanos, comprometidos y capaces de mejorar el entorno en el que habitan.
La magia del verbo educar no puede robarla la desesperanza o la idea de que todo está perdido o dormirse en la añeja idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Cuando la maestra o el maestro sientan que la tecnología o la desesperanza les roban la calma o el ánimo, debe cantar aquellos versos del músico argentino Fito Paéz que dicen: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Educar es pasión, es amor y es el arte de aprender a escuchar y de facilitar los escalones para que otros caminen y avancen por la ruta de la curiosidad y la esperanza.
Como dice el maestro Paulo Freire, cuanto más pensamos en qué es enseñar y qué es aprender, tanto más descubrimos que no hay una cosa sin la otra, que los dos momentos son simultáneos, que se complementan de manera que “quien enseña aprende al enseñar, y quien aprende enseña al aprender”.
También el maestro brasileño afirma que un buen proceso educativo, nos impone la necesidad de inventar situaciones creadoras de saberes. “Las virtudes y las condiciones propicias para la buena práctica educativa no caen hechas del cielo. No hay un dios que envíe virtudes de regalo, ni burocracia divina encargada de distribuir saberes. Saberes y virtudes deben ser creados inventados por nosotros. Nadie nace generoso, crítico, responsable ni honrado. Nacemos con estas posibilidades, pero hay que crearlas, desarrollarlas y cultivarlas en la práctica cotidiana. Somos lo que estamos siendo”.
La buena maestra tiene la capacidad de propiciar o inventar esos espacios de repregunta propia y colectiva que inviten a otros a ser mejores. Una buena maestra procura que sus estudiantes salgan del salón de clase mejor que como entraron, porque en una sonrisa o en una preocupación nueva, se hallan las dosis de esperanza necesarias para cambiar el mundo.
Ejercer la docencia implica empatía, espíritu crítico, solidaridad, trabajo en equipo, cooperación con los otros y no perder de vista la utopía: esa anhelada transformación social. En palabras del escritor Eduardo Galeano, “la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
La tecnología es transitoria, corre el riesgo de quedar obsoleta muy pronto: el buen docente tiene el poder de permanecer en el tiempo, con sus lecciones y su carisma. Las palabras de una buena maestra caminan con la persona por el resto de la vida.
Niñas, niños y jóvenes necesitan líderes y lideresas en las aulas que estimulen su proceso de aprendizaje, su creatividad, su construcción permanente, que vean en la tecnología una herramienta más y no una amenaza.
Quien es consciente del significado del verbo educar comprende que no hay aparato ni cables que sustituyan el poder de las palabras, las miradas y los gestos a la hora de ser, estar, sentir y compartir un aula.
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